cuarenta y dos

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GINÉS

Despedirse de una persona con el miedo a no volver a verle la cara en muchísimo tiempo, o quizá nunca, es uno de los peores sentimientos que experimenté en mis veinte años de vida. No tener la certeza de que todo estará bien y de que volverás a estrecharla entre tus brazos significaba un gran abismo en mi cuerpo. Pero, recordando parte de las profecías me tranquilicé al sentir un recuerdo bajando de mi cabeza, exactamente el que hablaba de la última profecía.

No negaría que, de todos modos, seguía sintiendo esa pesadez en el pecho. No había que subestimar nunca a las profecías, su significado podía no ser literal generalmente.

Pero hacia el norte debe seguir el sol. ¿Dónde debía llegar el sol? ¿Dónde debía llegar yo?

Perdido en la soledad a pesar de estar rodeado de un grupo extensivo de personas, comencé a divagar por el sitio sin saber que estaba haciendo exactamente. Una vez más, la idea de abandonar todo volvió a ser el foco de concentración en mi cabeza, pero no, no podía hacerlo. Y por mi daba lo mismo al final, más allá de todo no podía romperle el corazón de esa manera a Brunella, no me lo perdonaría nunca.

Había un camino que no estaba encontrando, tenía que haber alguna vía de escape escondida entre el pavimento.

Entonces, por arte de magia, un paso en falso terminó siendo el culpable de pulsar una trampilla totalmente invisible arrastrándome con ella, nadie se percató del hecho. La mínima retina de luz que había entre las piedras dejaba ver que había vuelto a la cámara de túneles por la que habíamos subido anteriormente, pero no parecía ser exactamente ese. Había girado a la derecha, o a la izquierda, no lo sabía certeramente pero no se escuchaba ese palpitar de la tierra que el centro dejaba oír con claridad. Escuchaba los bullicios a varios metros de altura sobre mi cabeza, las pisadas eran lo más lejano posible y trataba de forzar lo menos posible todo mi organismo para no descompensarme en medio de una cueva cerrada. Si no quedaba varado en un punto de paso nada me salvaría. No tenía ninguna provisión encima, el móvil se había descargado y la botella de agua tenía menos de la mitad cargada. Una verdadera trampa mortal.

Empecé a caminar al sentir que algo más estaba al asecho entre las capas de polvo y material, tropezando varias veces por la nula iluminación. Lo más cerca a un destello era el reflejo de mis anillos y mi colgante en alguna parte de la gruta. Suspiré a causa de la falta de aire, apoyándome contra la pared al sentir algo punzante clavarse en mi pierna, la sangre había empezado a correr más rápido y necesitaba encontrar la forma de salir de allí lo más antes posible. 

Arrastrando mi anatomía en la medida que lo lograba, volví a cambiar la dirección de la senda, dejándome en una sala iluminada por antorchas y frascos de fuego griego, una sustancia tan inflamable y viscosa que preferentemente debía pasar por alto. La sala era lo bastante alta para no tener la cabeza cabizbaja. Mi herida todavía seguía goteando, aumentando el dolor corporal a cada minuto, la etapa de una leve molestia quedó atrás antes de girar. Caminando con pesar, sentía en lo más profundo de mi corazón el pánico hundiendo mis mejillas. No tenía ganas de seguir, sabía que no bastaría esperar demasiado para un ataque por falta de aire y nada con lo que calmarme, estaba solo y por decisión propia.

Me imaginé, totalmente cansado y desanimado, volviendo a ser un niño. El frío de enero se sentía colándose en las extremidades, las capas de ropa seguían en falta, pero el estar corriendo había disminuido la sensación de frío. Una pequeña Brunella aparecía por el otro lado de la esquina con las campanadas marcando las tres de la tarde. La parada de tren era el mejor entretenimiento para niños de diez años. Recordaba el overol desgastado que llevaba, el pelo recogido en una coleta y los pendientes en forma de pequeñas rosas que tanto amaba lucir. El tren en desuso al final era nuestro punto, el aleteo de los pájaros se sentía a pesar de estar en un vagón. No teníamos la menor idea de lo que nos esperaría diez años después, pero mirándola mientras trataba de imitar a un león, entendí que no había otra persona que le llegara a los talones, siempre sería ella, siempre sería mi debilidad.

Y me sentía decepcionado de estar dejando el tablero reducido a añicos, me sentía la peor persona del mundo destruyendo una historia que quedaría ardiendo.

Maldecía no valorar las cosas que tenía hasta que veía que las perdía, maldecía callarme cada te quiero que debí haber gritado a los cuatro vientos.

Teniendo una mágica carga de energía, posiblemente divina, sentí a lo lejos la colonia de vainilla de mi madre. No podía ser ella, ella nos había dejado. Pero no podía quedarme con la duda, pese al dolor.

Abriendo los ojos caí en la cuenta de que estaba tirado en la entrada, por lo que sollozando por el dolor logré levantarme internándome dentro de la sala, saliendo otra vez y repitiendo la misma rutina de volver a girar, cuando lo comprendí.

¿A dónde iría el sol si no fuera a su carro solar o al palacio en el Olimpo? Al oráculo de Delfos. A las ruinas de este.

La estructura del templo de Apolo junto al oráculo estaban en la sala próxima, aunque ahora acoplados en un palacio hundido y posiblemente de hielo. No entendía que hacia ahí, no era un dios y mucho menos tenía poder profético. Sin saber cual sería mi misión, interpreté el lugar de donde provenía el castillo de hielo: El castillo de Monteagudo. Pero a cada paso comenzaba a borrarse más, y había una persona encadenada a un cristal.

Encontrando un pedazo de vidrio roto por el camino, me apresuré en ir a buscar a la persona, quién estaba de espaldas. Rompiendo la cadena que la limitaba a tal persona, me fijé atentamente en el final de su cabello y en la cadena de oro. Mamá.

—M-mamá, dime que no es una puta fantasía.—Exasperé, totalmente confundido. Estaba cansado y no quería que mi imaginación jugara una mala pasada.

En cambio, la figura femenina salió corriendo rápidamente a pesar de estar coleando por sus pocas fuerzas, haciéndome ver lo poco que faltaba para que el castillo se hundiera. Y, nuevamente, mi vida pendía de un hilo.

Un nuevo túnel apareció como si fuera el deseo más forzado que nunca he tenido, mi contraria se abrió paso metiéndose allí. Era verdad que volver a cargar con el pelo de cruzar otra cámara con menos fuerza que antes no era demasiado llamativo, pero antes que helarme en hielo cualquier opción era mejor. 

El paisaje al salir del túnel me dejó boquiabierto, habíamos vuelto a la superficie.

El Partenón de Atenas.

Soltando un quejido casi inaudible, mi vista descansó en una cabellera negra.

—Brunella...—Susurré esperando que me viese.

Y todo se volvió oscuro.

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