cuarenta y cuatro

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BRUNELLA

El cielo se volvió oscuro en menos de lo que mi memoria fotográfica pudo haber captado. Todo el azul de las nubes se esfumó, transformándose en una mezcla de un color morado y amarillento sobre nuestras cabezas. El sol empezó a irse, el invierno griego había llegado a su punto máximo de esplendor, el frío congelaba las extremidades más pequeñas del cuerpo.

La presencia con varios metros de altura diferenciales a los nuestros apareció detrás de una colina, elevándose a la velocidad de la luz hasta apoyar sus pies sobre la tierra mezclada en el cemento del Partenón. Un suspiro totalmente corto salió de mis labios, no tenía la suficiente fuerza para moverme, algo me la estaba reteniendo. La mujer tenía el cabello negro, enrulado hasta la cintura, y un cuerpo huesudo. Los pantalones negros de cuero eran lo primero que robaba la vista de uno, además de las botas altas de cuero y una campera de cuero rojo sangre. A su alrededor el suelo parecía estar cubierto de algo parecido a caracolas partidas, raro.

Mi vista volvió a caer en la del murciano a varios pasos de distancia, se sostenía trastabillando apoyado en una columna alejada de la principal. Las gotas de sangre salían de la herida de su pierna, no podía hacer ningún movimiento brusco o se desplomaría sin fuerza. No lograba distinguir la expresión exacta en su cara, pero era un claro pedido de ayuda. Y de advertencia, no quería tener que acercarse a la mujer sentada en una roca de la atracción principal.

—Lo siento.—Susurré en modo de disculpa al notar que empezaba a cambiar hacia ella. Nuevamente, había dejado de controlar cualquier tipo de acción.

Comenzando a acercarme a la figura femenina, me percaté de ciertos detalles. El látigo sujeto a su cinturón, la ilustración de un manzano poblado de pájaros esqueléticos. No tenía sentido alguno, pero esa mujer era ligeramente parecida a alguien de mi familia.

—¿Tía María?—Pregunté con una ceja enarcada. Carecía de alguna lógica explicativa, pero tenía la misma nariz ancha con un lunar en uno de los costados, la misma expresión de serenidad sin serlo y el color de ojos era exacto.

—¿Eso es lo primero qué ves al verme? Es curioso.—Replicó la figura.—Y tú, ¿Ginés? ¿Qué ves?

—¿C-cómo sabe mi nombre?—Ginés retrocedió, en un claro estado de alarma.—Usted es parecida a mi profesora del laboratorio, yo la aborrecía.

—Magnífico.—La mujer se largó a reír.—Le guardabas rencor por lo que veo, ¿te juzgaba de forma injusta?

—Ella me ataba las manos con cinta adhesiva al pupitre si me portaba mal.—Confesó él.—Me culpaba de cosas que no hacía, pero realmente, ¿quién es usted?

Brunella —Su propiciación se tornó rígida, era filosa la forma de dirigirse hacia mi.—Lo sabe. Busca en tu memoria, ¿qué sientes por tu tía María, chiquilla?

Chiquilla. Así solía decirme mi difunta tía. Después de la muerte de mi abuela, se había aislado de su familia, echándome la culpa de la muerte de su madre. Más de una vez, había planeado viajes para mi madre con la idea de aislarla del país y dejarme a merced de los servicios sociales. Nos echaba la culpa a mí y a mi hermano de destruir la familia, y a toda costa nos quería borrar del linaje.

¿Qué se sentía? La misma sensación al ver a mi madre. Sentía la traición al pie del cañón, quería venganza.

Antes de pronunciar palabra, mis ojos se desviaron hacia la forma de las caracolas rotas. Parecían ruedas muy pequeñas en forma de pacman.

Conocía ese signo, ¿pero de dónde?

Némesis. Usted es la diosa de la venganza.—Respondí, con la adrenalina corriendo en mis venas.

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