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Estaba sumergida en mi trabajo que no me di cuenta de quién había entrado a mi oficina y tampoco sabía cuánto tiempo llevaba ahí viéndome teclear como loca sobre la computadora mientras cantaba en voz baja.
—¿Podemos hablar? —Fruncí el entrecejo pero atiné a asentir ligeramente mientras volteaba a verlo.
—Tome asiento, señor Ackerman —dejé lo que estaba haciendo y me concentré en el azabache sentado frente a mí—. ¿Es algo sobre los informes?
—Gracias por llevarle flores a mi madre. Sé que lo has hecho desde hace cuatro años.
—Pero, ¿cómo...?
—Los encargados del cementerio tienen órdenes estrictas de tomar el nombre de cada persona que va a visitarla.
Sinceramente me sorprendí ante su comentario, creí que era por simple requerimiento, pero ya veo que no era así.
—Después de todo lo que pasó entre nosotros, te tomas la molestia de llevarle flores.
—La señora Kuchel no tiene la culpa de todo lo que usted hizo, señor Ackerman. Además no es ninguna molestia —hice una mueca—. Me agradaba mucho.
—Y tú a ella...
—Es bueno oírlo —sonreí inconscientemente.
Nos quedamos en silencio por unos segundos, sólo se escuchaba la música que era reproducida por mi computadora a volumen bajo.