CAPÍTULO 44

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Siempre viví al límite, en esa línea imaginaria entre el comienzo y el final de algo, que nunca estuvo muy definido. Viví diecisiete años en mi zona de confort. Mi confort era el caos. Siempre supe acercarme al límite, pero nunca supe definirlo; de una forma u otra, siempre terminaba por definirse solo, o alguien más lo definía, para ser más exacta. Liam definió el límite de nuestro vínculo, mi padre el límite de mis posibilidades y el asesino definió el límite de mi libertad.

Pero no, no estaba presa. Yo no era una asesina, y eso era lo único seguro en medio de esta investigación. Eso me aliviaba, no estaba mal de la cabeza, o al menos no por el lado de asesinar gente inocente.

Los detectives habían trazado nuevos límites en mi vida y, de hecho, parecían sencillos: debía mantenerme en casa y alejarme de las redes. ¿Dónde estaba la complicación? En el suicidio de Emily. Llevaba horas asfixiándome entre aquellas cuatro paredes grises, inundando mi almohada con gritos incontenibles y arruinando el suelo lustrado de dar tantas vueltas por la habitación. Ya no sabía qué hacer. No sabía si lo habían hecho pasar por suicidio o si ella lo había hecho, pero de todas formas volvía a ser mi culpa, y no había réplica a eso. La había matado de a poco, y saber esa información no ayudaba en nada con mi ansiedad.

No podía parar de darme golpecitos en la cabeza, obligándome a pensar, ignorando los sonidos en el cuarto de mi madre y tratando de buscar algo para hacer, porque ya no encontraba forma de solucionarlo. Quién mierda era el asesino. Quién mierda era el asesino. Quién mierda era el asesino. Ni siquiera podía formar una lista decente de sospechosos en mi cabeza. Ya no confiaba en nadie.

Emily no había sido mi persona favorita y ni siquiera tenía derecho de llamarla amiga, pero había sido mi lugar seguro, había corrido hacia ella por ayuda y siempre había estado disponible para otorgármela. Ella no llegó a sentir algo así por mí. En el caso de que ella hubiera acabado con todo, jamás hubiera recurrido a mí por ayuda. Saberlo era desesperante. De ninguna forma pude haber colaborado.

Sentía la obligación de hacer algo o, en caso contrario, hundirme en el arroyo hasta no poder pensar en nada más. Así de limítrofe se estaba volviendo mi mente. Una idea me atravesó repentinamente y sentí como mi cuerpo se relajó tras recibir la información. Me apresuré en arrastrarme hasta debajo de mi cama y guié la cajita que se encontraba al fondo hacia mí, allí tenía los medicamentos de mi padre. Quería descansar una noche.

Y, entonces, como si algo me quisiera decir que no era tiempo para dormir, mi celular comenzó a vibrar, como si hubiera algo para hacer. El nombre del desconocido brillando en mi pantalla lo confirmó. Dejé la caja a mi lado y miré la pantalla con duda, quizás hasta con miedo. Estaba la posibilidad de que fuera cualquier persona detrás de ese número, pero, de una forma u otra, yo sí sabía quién era.

La llamada se terminó y observé la pantalla bloquearse desde la distancia. Me levanté apresurada del suelo y desbloqueé el teléfono en busca de respuestas, como si pudiera llamar a un número privado. Volví a sentirme desorientada.

Número desconocido: Silver Study 9PM SOLA

Y listo. Plan improvisado en marcha. Tenía algunas cosas que evitar en el proceso. Punto uno: tenía policías vigilándome en la puerta de casa, esperando a que cumpliera con mis límites y podrían ayudarme, pero no creía que fuera conveniente para el desconocido. Punto dos: la gente me detestaba, seguro alguien en la calle no dudaría en regalarme algún golpe en el rostro. Observé la hora. Aún me quedaban cuatro horas, y el viaje de Montevideo a Maldonado podía llegar a durar más de dos horas.

Así que, descalza para no hacer ruido, pero trotando, salí de mi habitación dispuesta a invadir la de mi hermano. No pisaba esa habitación hace años, sentía que estaba invadiendo sus cosas; ahora sabía que nunca fueron realmente suyas. Su habitación dejó de ser tan triste. Seguía igual de ordenada que la última vez que la visité y las medallas de mi hermano brillaban igual que siempre. Sacudí mi cabeza volviendo a concentrarme en lo que iba a hacer.

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