CAPÍTULO 29

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—Perdón, Mary, pero ¿no deberían ser todos evaluados? —la voz de Melanie silenció la voz de todo el gimnasio.

Mary, desde el escenario, suspiró.

—Al final del día todos habrán sido evaluados psicológicamente. Las veinte excepciones ya fueron evaluadas el día de ayer, señorita Deveci —explicó la directora.

Melanie se mantuvo callada como respuesta.

Miré a Emily, ella sonreía a un lado de mí, con ¿orgullo?

Nos harían evaluaciones psicológicas; según Mary eran para promediar la salud mental de los alumnos, pero una fuente confiable de Emily había dicho que: el internado está en peligro por tantas muertes y necesitan evaluar si el asesino es parte del grupo de estudiantes, o si realmente tantos estudiantes se estaban suicidando.

Me hizo sentir tranquila que la policía estuviese trabajando en el caso, y que no me hubiesen hallado como la acusada principal; a pesar de que eso significaba que aún no sabían lo suficiente.

—Los llamaremos alfabéticamente —regresó la directora al tema —. Pueden realizar deportes con la profesora de educación física o solo sentarse en las gradas. También, debajo de las gradas, van a estar dando bebidas y alimentos, por si necesitan.

Y bajó del escenario.

Estábamos los miles de alumnos distribuidos entre todos los gimnasios que habían dentro de la institución, aguardando a que nos toque nuestro turno con las psicólogas y ayudantes.

Suspiré siguiendo a Emily hasta las gradas. Mi apellido era uno de los últimos.

Luego de veinte minutos la periodista ya se había ido a su evaluación y luego de dos horas comenzaron a salir los estudiantes que se encontraban cerca de mi inicial.

Yo los observaba a todos ansiosa, nerviosa. Era consciente de que cualquiera de ellos podría ser el tan nombrado asesino, y agradecía que nadie más se hubiera acercado a hablarme; no estaba de ánimo para fotos y mentiras.

—Mía Pepper.

Mi nombre siendo anunciado en los parlantes guió la vista del gentío a mí. Me levanté con torpeza y avancé hasta la puerta. Allí me esperaba Melanie, quien era asistente.

—Solo tenés que ir hasta el edificio y te van a asignar tu salón.

Me sonrió de forma genuina y luego tachó mi nombre en su lista.

Rápidamente avancé las tres cuadras de lejanía que había entre el instituto y los gimnasios, y observé mi entorno, por la dudas.

En menos de diez minutos ya estaba frente a la señorita Garcia otra vez, como si no hubiera estado evitando nuestras sesiones durante semanas, como si no le hubiera pagado para que comenzara a confirmar mi asistencia imaginaria.

—Mía —sonrió.

—Hola.

Suspiré.

¿Y si llegaban a la conclusión de que era yo? Mi padre no me sacaría de la cárcel con su apellido manchado.

—Supongo que ya te habrán dicho de qué consta esta entrevista, pero te aclaro que solo serán seis preguntas generales, a menos que quieras retomar las sesiones...

—No.

—Bien —se acomodó sus lentes —. ¿Cómo te sentís en este momento?

—Bien, normal.

—¿Qué definís como normal?

Fruncí el ceño.

—¿Algo que pasa seguido?

—¿Tu normalidad se siente bien? —me acomodé en el asiento con su vista fija sobre mí —. Sin mentiras, es solo para un promedio.

Bufé.

—Mi normalidad no se siente bien, y lo sabés. Me la paso ansiosa, a veces tengo muchas ganas de llorar, los nervios me consumen y no me siento segura en ningún lado.

Sonrió con levedad tras oírme hablar.

—¿A qué creés que se debe eso?

—Nunca estuve segura en ningún lado.

Asintió.

—¿Tienes alguna enfermedad o adicción? ¿O tus familiares?

—No.

—Mía...

—No sé para qué preguntás si ya sabés.

—Es parte del protocolo —murmuró.

Sin formular nada más comenzó a anotar en su libreta; estaba segura de que allí estaba escrito el mismo diagnóstico de hace tres años y que, probablemente cualquier persona con poder allí dentro, como Liam, tendría la posibilidad de leerlo, aunque fuera un secreto profesional. Seguro también tenía allí los de otros estudiantes y, solo con leerla, podría tener ya algunos acusados.

—Y... mamá tiene distimia —susurré —. O tenía, no sé.

Volvió a escribir.

—¿Va al psicólogo?—cuestionó. Asentí —. ¿Y vos?

—También.

Me miró con obviedad, ella sabía que mentía, y desvié mi mirada a un ventanal, con incomodidad.

—¿Desde cuándo?

—Desde los quince, creo.

—¿Hiciste amigos?

Mi celular comenzó a vibrar y lo contemplé ante la atenta mirada de la señorita Garcia. Era el detective Atrio.

La miré.

—Mía —advirtió.

—¿Qué?

—Amigos dentro del internado.

Suspiré, corté la llamada y lo volví a guardar.

—Sí —mentí.

—¿Perdiste a alguien recientemente?

La contemplé en absoluto silencio. Ella también sabía esa respuesta.

—No quiero hablar de eso.

Tras oírme hablar se estiró en su asiento, dejó la libreta a un lado y subió sus lentes.

—Si necesitás hablar con alguien podés acceder a mí, Mía, estoy incluida en la colegiatura. Y nadie —se inclinó hacia adelante—, absolutamente nadie, se va a enterar de lo que se hable acá adentro.

Tragué con levedad.

No le creía nada.

—¿Ya terminamos?

Miró a un costado por un segundo, regresó su espalda al respaldo y luego asintió.

—Terminamos.

Salí de la sala a pasos apresurados y desbloqueé mi celular a gran velocidad.

Detective Renzo Atrio: Ya han analizado las huellas, pero no figuran.

Yo: ¿Qué significa eso?

Detective Renzo Atrio: Es muy extraño. El propietario de las huellas no existe, o no están registradas.

Mierda.

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