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Daniela.
-9 °C


Me recuerdo tendida en la nieve, un diminuto y cálido bulto rojo enfriándose en medio de un corro de lobos. Apiñados a mi alrededor, me lamían, me mordían, jugueteaban conmigo. Sus cuerpos amontonados bloqueaban el escaso calor del sol. El hielo les centelleaba en los cuellos y sus alientos creaban sombras opacas que flotaban en el aire. El aroma almizclado de sus pieles me hacía pensar en perros mojados y hojas quemándose, y me resultaba agradable y aterrador a un tiempo. Sus lenguas dejaban un rastro cálido sobre mi piel; sus bruscos dientes me rasgaban las mangas y se me enganchaban en el cabello; me hurgaban en las clavículas y el cuello, queriendo sentir mi pulso.

Pude gritar, pero no grité. Pude luchar, pero no luché. Me limité a quedarme tendida a la espera de que ocurriese lo inevitable, mientras observaba como el blanco cielo invernal se volvía gris.

Cubriéndome el rostro con su sombra, una loba me presionó la mano y la mejilla con el hocico. Clavó sus ojos verdes en los míos mientras los demás me tironeaban de aquí y de allá. Me aferré a aquellos ojos tanto como pude. Verdes y próximos, emitían destellos de múltiples tonalidades esmeraldas. No quería que apartase la mirada, y no lo hizo. Deseaba extender los brazos y agarrarme a ella, pero las manos se me quedaron acurrucadas en el pecho, atenazadas por unos músculos que se negaban a moverse. No lograba acordarme de cómo era tener calor.

La loba se alejó y los demás se me acercaron aún más, asfixiantes. Me pareció que algo aleteaba en mi pecho.

No había sol; no había luz. Me estaba muriendo. No recordaba el aspecto del cielo. Pero no morí. Me perdí en un mar de frío y después, al renacer, me vi en un mundo cálido.

Recuerdo una cosa: sus ojos verdes.
Creí que jamás volvería a verlos.

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