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Poché
-9 °C


Arrancaron a la muchacha del columpio del patio trasero y la arrastraron al bosque; su cuerpo dejó un rastro tenue sobre la nieve, desde su mundo al mío. Fui testigo de lo que sucedió. No lo impedí.

Había sido el invierno más largo y más frío de mi vida. Día tras día, un sol débil, sin calor. Y también el hambre; un hambre que quemaba y carcomía, un ama despiadada. Ese mes, nada se movió; el paisaje se había congelado, una maqueta carente de color y de vida. A uno de los nuestros le habían pegado un tiro mientras robaba basura junto a la puerta trasera de una casa, de modo que el resto de la manada se había refugiado en el bosque, condenada a morir de hambre lentamente y a desesperar mientras el calor no llegase. Hasta que encontraron a la niña. Hasta que la atacaron. Se agazaparon a su alrededor gruñendo y lanzando dentelladas; querían ser los primeros en desgarrar la presa.

Lo vi. Vi sus quijadas temblando de impaciencia. Los vi arrastrar el cuerpo de la niña de aquí para allá, apartar la nieve hasta que apareció el suelo desnudo. Vi sus hocicos ensangrentados. Pero no lo impedí.

Yo ocupaba un lugar prominente en la manada —Beck y Paul se habían encargado de ello—, así que podría haber intervenido; pero me mantuve a distancia, temblando de frío y hundido en la nieve hasta la mitad de las patas. La niña olía a calor, a vida y, por encima de todo, a ser humano. ¿Qué le pasaba? Si estaba viva, ¿por qué no peleaba?

Me llegó el aroma de su sangre, una fragancia tibia, nítida, en un mundo muerto y frío, y vi a Salem temblar mientras le desgarraba la ropa a sacudidas. El estómago se me retorció dolorosamente; hacía mucho que no probaba bocado.
Me hubiera gustado abrirme paso entre los demás hasta colocarme junto a Salem, fingir que no olía el aroma humano ni oía los débiles lamentos de la niña. Parecía tan pequeña ante nuestra brutalidad, tan indefensa mientras la manada se cerraba a su alrededor, dispuesta a intercambiar su vida por las nuestras…

Me abrí paso soltando un gruñido y enseñando los dientes. Salem me respondió del mismo modo, pero, pese a mi juventud y a la debilidad que me había causado el hambre, lo superaba en envergadura. Amenazándome con un rugido, Paul me conminó a retirarme.

Me encontraba junto a la niña, que tenía la mirada perdida en la infinidad del cielo. Quizás estuviera ya muerta. Olisqueé su mano; aquel perfume, todo azúcar, mantequilla y sal, me trajo a la memoria el recuerdo de una existencia distinta.
Y luego reparé en sus ojos. Despiertos. Vivos.

La niña me estaba mirando fijamente, sosteniéndome la mirada con una franqueza desgarradora.

Retrocedí de un salto y me puse a temblar de nuevo; pero, esta vez, lo que me sacudía el cuerpo no era la ira.

Los ojos de la niña clavados en los míos. Su sangre tiñéndome la cara. Me sentía desgarrado por dentro y por fuera.

Su vida.
Mi vida.

Recelosa, la manada se replegó a mi alrededor. Me gruñeron porque ya no era una de ellos, y también para disputarme la presa. Pensé que aquélla era la niña más bonita que jamás había visto, un ángel ensangrentado en la nieve, e iban a despedazarla.

Lo vi. La vi a ella, la vi como si se tratara de la primera vez que veía. 
Y lo impedí

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