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14 °C

Poché.

A las siete menos cuarto del día siguiente, el despertador de Daniela comenzó a berrear junto a mi oreja. Me desperté sobresaltada, como me había ocurrido el día anterior. Tenía la mente llena de sueños: lobos, personas, hocicos manchados de sangre.

-Mmm. -Ajena a mi sobresalto, Daniela se arrebujó en el edredón hasta que sólo pude verle la rubia coronilla-. Apaga eso, por favor.

Enseguida me levanto. Tardo sólo un segundo...
Se dio la vuelta, se hundió en el colchón como si hubiera echado raíces en él y volvió a quedarse dormida como un tronco.

Yo, sin embargo, me había desvelado por completo. Me apoyé en la cabecera de la cama y decidí dejar que Daniela durmiera unos minutos más. Le acaricié el cabello con cuidado y luego tracé con el dedo una línea que nacía en su frente, rodeaba la oreja y llegaba hasta la nuca, donde crecía una blanda pelusa. Aquellos mechones huidizos, como plumones que llegarían a ser cabellos, me fascinaron. Me sentí increíblemente tentado de palparlos con los labios y mordisquearlos suavemente, de despertar a Grace y besarla y hacerle llegar tarde a clase. Pero no podía dejar de pensar en Jack y en Christa, en personas a las que no se les daba bien ser licántropos. Si iba al instituto, tal vez pudiera captar el rastro de Jack a pesar de mi débil olfato humano. -Grace -susurré-. Arriba.
Me contestó con un murmullo quejumbroso que interpreté como un « déjame en paz» .
-Hora de levantarse -insistí, metiéndole un dedo en la oreja.
Ella chilló y me dio un sopapo. Estaba despierta.
Me estaban empezando a gustar nuestras mañanas en común. Mientras Grace, aún amodorrada, trastabillaba hasta el baño, metí dos bollos en la tostadora y convencí a la cafetera de que hiciese algo semejante al café. De vuelta en la habitación, oí a Grace desafinar en la ducha mientras me ponía los vaqueros y revolvía los cajones en busca de un par de calcetines que no fuesen muy de chica.
Dejé de oír mi respiración antes de notar que me había quedado sin aliento: entre las ordenadas hileras de calcetines había un montón de fotos. Instantáneas de lobos. De nosotros. Con sigilo, las saqué del cajón y me retiré a la cama. De espaldas a la puerta, como si estuviera haciendo algo prohibido, las fui ojeando una a una, con lentitud. Me resultaba asombroso estar contemplando aquellas imágenes a través de ojos humanos. Podía asignar nombres a algunos lobos, sobre todo a los mayores, que siempre se transformaban antes que yo. Beck, grande, corpulento, a medio camino entre el azul y el gris. Paul, negro y reluciente. Ulrik, pardo y jaspeado. Salem, oreja rota, mirada desorbitada. Suspiré sin saber bien por que.
La puerta se abrió, dejando paso a una ráfaga de vapor que olía al jabón de Grace. Ella se acercó a mí y apoyó la cabeza en mi hombro. Respiré su aroma.
-¿Qué? ¿Mirando cómo sales? -me preguntó.
Me quedé paralizado.
-¿Hay fotos mías?
Grace rodeó la cama y se sentó a mi lado.
-Claro. La mayoría son tuyas... ¿No te reconoces? Ah. Claro, no puedes. A ver, dime quién es quién.
Tomé las fotos y oí cómo el colchón crujía bajo el peso de Grace, que vino a acomodarse junto a mí.
-Éste es Beck. Se encarga de cuidar a los lobos nuevos. -Sin embargo, después de mi llegada sólo habían aparecido otros dos: Christa y el lobo que ella había creado, Derek. El hecho es que yo no estaba muy acostumbrado a los recién llegados: la manada había crecido con la llegada de licántropos veteranos que oían hablar de nosotros y acudían, no de criaturas nacidas de la violencia, como Jack-. Beck es el dueño de la casa en la que solemos quedarnos. Su papel consiste en... bueno, en ejercer de jefe de la manada mientras somos humanos.
Es lo más parecido a un padre que tengo.
Era cierto, pero me sonó raro decirlo tan claramente. Nunca había tenido que hablarle a nadie de aquellos asuntos. Beck me había tomado a su cargo después de que me escapara de casa; si había logrado recomponer mi cordura hecha trizas, había sido gracias a él.
-Ya me había dado cuenta de que te importa mucho -dijo Grace, como si le sorprendiera su propia intuición-. Tu voz suena diferente cada vez que lo mencionas.
-¿De verdad? -Ahora era mi turno para sorprenderme-. ¿Y cómo suena?
Grace se encogió de hombros con timidez.
-No sé. Orgullosa, supongo. Me parece enternecedor. ¿Quién es ésta?
-Se llama Shelby -contesté, esta vez sin rastro de orgullo en la voz-. Ya te he hablado de ella.
Grace me estudió la cara. El recuerdo de mi último encuentro con Shelby hizo que se me revolvieran las tripas.
-Ella y yo no vemos las cosas del mismo modo. Para ella, convertirse en loba es un don.
Grace asintió y le agradecí en silencio que no dijera nada más sobre el tema. Las siguientes fotografías eran de Shelby y Beck, pero pronto me topé con la negra figura de Paul.
-Éste es Paul. Lidera la manada cuando somos lobos. A su lado está Ulrik - añadí, señalando un lobo pardo-. Ulrik es como un tío para mí; un tío algo chalado, por cierto. Es alemán y dice palabrotas constantemente.
-Parece un tipo divertido.
-Lo es.
En realidad, podría haber dicho que lo era; no sabía si aquél habría sido su último verano humano o si todavía le quedaría uno más. Recordé sus carcajadas, semejantes a los graznidos de una bandada de cuervos, y la forma en que cultivaba su acento alemán como si temiera perderlo y, con él, su identidad.
-¿Estás bien? -me preguntó Grace frunciendo el ceño.
Meneé la cabeza. Observé los lobos de las fotografías: vistos con mis ojos humanos, sólo parecían un grupo de animales. Nada más. Pero eran mi familia. Mi vida. Mi futuro. De algún modo, aquellas imágenes dibujaban una línea borrosa que yo aún no estaba dispuesto a cruzar.
Me di cuenta de que Grace me rodeaba los hombros con un brazo, que rozaba mi mejilla con la suya para consolarme de una pena que no comprendía.
-Cuánto me gustaría que los hubieses conocido cuando eran humanos - dije.
No sabía explicar con palabras lo importantes que eran para mí, el espacio que ocupaban en mi vida sus voces y rostros humanos, sus olores y siluetas lobunos. Lo perdido que me sentía al ser el único humano del grupo.
-Cuéntame algo de ellos -propuso Grace con voz amortiguada, su cara enterrada en mi camiseta.
Dejé que los recuerdos me invadieran la mente.
-Beck me enseñó a cazar a los ocho años. No me gustaba nada.
Me vi en la sala de estar de Beck, observando a través de las ventanas las primeras ramas heladas del invierno, centelleantes bajo el sol matutino. El jardín parecía otro mundo, un lugar peligroso y desconocido.
-¿Por qué no te gustaba? -preguntó Grace.
-Me daba miedo la sangre. Me daba miedo cazar. Sólo tenía ocho años.
En aquellos recuerdos, yo era un niño menudo, enclenque e inocente. Durante el verano previo, me había convencido a mí mismo de que aquel invierno con Beck sería diferente, de que no me transformaría, de que nunca comería otra cosa que no fueran los huevos que Beck me preparaba. Sin embargo, a medida que el frío aumentaba hasta hacer que los músculos se me retorcieran cada vez que salía al exterior, fui comprendiendo que mi transformación pronto sería inevitable, y que la de Beck tampoco se haría esperar. Aun así, eso no hizo que me resignara.
-Entonces, ¿por qué empezaste a cazar? -inquirió Grace, siempre tan lógica-. ¿Por qué no dejabas víveres de los que te pudieras alimentar luego?
-Ya. Le hice la misma pregunta a Beck, y Ulrik respondió: « Ja, hazlo; ya verás qué contentos se ponen los mapaches y las zarigüeyas» .
Grace se rió de mi intento de imitar el acento de Ulrik.
Noté que se me calentaban las mejillas; era agradable poder hablar con ella sobre la manada. Me encantaba ver el brillo de sus ojos, el mohín intrigado de su boca: Grace sabía quién era yo, y quería saber más. Sin embargo, no estaba bien hablar de aquellas cosas con alguien ajeno a la manada. Beck siempre me había dicho: « Los únicos que cuidan de nosotros somos nosotros mismos» . Claro que Beck no conocía a Grace. Y Grace no era solamente humana. Aunque no se hubiese transformado, un lobo la había mordido. En su interior habitaba una loba.
Sí, tenía que ser así.
-¿Y qué ocurrió? -preguntó Grace-. ¿Qué cazaste?
-Conejos, claro -contesté-. Beck me acompañó al bosque mientras Paul esperaba en una furgoneta para recogerme más tarde, por si volvía a transformarme; aún no era demasiado estable.
Nunca lo olvidaría: antes de salir, Beck me detuvo y se inclinó para ponerse a mi altura. Yo me quedé inmóvil, intentando no pensar en cuerpos que cambiaban de forma o en mandíbulas que se cerraban sobre el cuello de un conejo. O en la vida sin Beck durante el invierno. Sujetándome por los hombros, Beck me dijo: « Sam, lo siento. No tengas miedo» .
Yo no respondí; sólo podía pensar en que hacía frío y en que, después de la cacería, Beck no recuperaría la forma humana y ya no habría nadie que supiera preparar los huevos como a mí me gustaban. Beck cocinaba muy bien. Pero no era sólo eso: era el que me mantenía a flote, el que me hacía ser Sam. En aquel entonces, con las cicatrices de las muñecas aún frescas, me había faltado muy poco para perderme y quedar convertido en algo a medio camino entre el humano y el lobo.
-¿En qué estás pensando? -preguntó Grace-. De repente has dejado de hablar.
Levanté la mirada; no me había dado cuenta de que estaba sumido en mis pensamientos.
-En la transformación.
Grace hundió la barbilla en mi hombro y me observó atentamente. Luego, con voz vacilante, me hizo una pregunta que ya me había hecho.
-¿Duele transformarse?
Pensé en el lento y agónico proceso de cambio: los músculos se retorcían, la piel se estiraba, los huesos se rozaban unos con otros. Los adultos solían esconderse de mí cuando sabían que iban a transformarse; era una forma de protegerme. Sin embargo, lo que me daba miedo no era verlos cambiar; aquello más bien me daba pena, dado que incluso Beck gemía de dolor con la metamorfosis. Lo que me aterraba -lo que me seguía aterrando después de los años- era transformarme yo. Olvidar a Sam.
No se me daba bien mentir, de manera que ni siquiera lo intenté.
-Sí.
-Me entristece que tuvieras que pasar por todo eso siendo un niño -dijo Grace. Ceñuda, parpadeó y me miró con ojos relucientes-. Hace que me sienta mal. Pobre Sam. -Me tocó la barbilla con un dedo y yo me incliné hacia ella.
Recordé lo orgulloso que me había sentido en aquella ocasión por no llorar al transformarme, a diferencia de lo que había sucedido el año anterior, mientras mis padres me miraban con los ojos desencajados por el espanto. Recordé que Beck, ya en forma de lobo, me había guiado hasta el bosque, y la sensación cálida y amarga de la primera presa entre las mandíbulas. Había vuelto a transformarme justo después de que Paul me fuera a buscar, bien envuelto en ropa de abrigo. En la furgoneta, de vuelta a casa, la soledad se me había hecho casi insoportable. Estaba solo; Beck no sería humano hasta el año siguiente.
Ahora volvía a sentirme como entonces, desamparado y herido. Me dolía el pecho y me costaba respirar.
-Enséñame qué aspecto tengo -le pedí a Grace ladeando las fotografías para que las viera mejor-. Por favor.
Ella las cogió y las estuvo examinando hasta encontrar la que buscaba. El rostro se le iluminó.
-Aquí está. Ésta es mi preferida.
Observé la foto. Desde ella me miraba un lobo que tenía mis ojos, un lobo inmóvil que me escrutaba desde la maleza, con el pelaje ribeteado por la luz del sol. Estuve un rato contemplándolo, intentando entenderlo. Tratando de reconocerme en la imagen. Aquello me pareció injusto: no me había costado nada identificar a los demás lobos en las fotografías, pero no era capaz de distinguirme a mí mismo. ¿Qué había en aquella foto, en aquel lobo, que hacía brillar la mirada de Grace?
¿Y si no era yo? ¿Y si se había enamorado de otro lobo y me había confundido con él? ¿Cómo saberlo?
Ajena a mis dudas, Grace tomó mi silencio por fascinación. Estiró las piernas, se puso de pie frente a mí y me revolvió el cabello con una mano que luego se llevó a la nariz.
-¿Sabes? Aún hueles como olías siendo lobo.
Y así, sin proponérselo, dijo tal vez lo único que podía reconfortarme. Le devolví la foto.
Grace se detuvo en la puerta, por la que entraba la tenue y grisácea luz de la mañana, se volvió hacia mí y me observo los ojos, la boca, las manos... de una manera tal que algo en mi interior comenzó a retorcerse.
Yo no pertenecía a su mundo. Estaba empantanado entre dos vidas, llevaba conmigo todos los peligros de los lobos. Sin embargo, cuando la oí pronunciar mi nombre, cuando la oí llamarme para que fuera con ella, supe que haría cualquier cosa con tal de estar a su lado.

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