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-1 °C

Daniela.

Lo primero que pensé fue que el teléfono sonaba. Lo segundo, que el brazo desnudo de Poché descansaba sobre mi pecho. Lo tercero, que se me habían enfriado las mejillas allí donde no las abrigaba el edredón. Pestañeé mientras trataba de despertarme, extrañamente desorientada en mi propia habitación. Me hizo falta un momento para advertir que la pantalla del despertador había dejado de brillar, y que la habitación sólo estaba iluminada por la luz de la luna y el resplandor del teléfono móvil.
Extendí un brazo hacia la mesilla para agarrar el teléfono, procurando no despertar a Poché, pero dejó de sonar antes de que pudiera cogerlo. La casa estaba congelada; la tormenta que había anunciado el hombre del tiempo debía de haber provocado un apagón. Me pregunté cuánto tardaría en volver la luz, rogando que la bajada de temperatura no fuera peligrosa para Poché. Metí la cabeza bajo el edredón con cuidado de no dejar entrar el frío y la vi ovillada junto a mí, con la cabeza pegada a mi costado. El pálido perfil de sus hombros desnudos se recortaba en la penumbra.

Me quedé un rato mirándola para ver si me sentía culpable. Pero no: estaba llena de vida, tanto que el corazón me martilleaba en el pecho de pura alegría. Aquélla era mi verdadera vida: Poché y yo. La parte de mi vida en la que iba al instituto esperaba a mis padres o escuchaba a Rachel despotricar contra sus hermanos parecía, en comparación, un sueño borroso. Desde el exterior me llegó el sonido lastimero de los lobos aullando a lo lejos y, unos segundos más tarde, volvió a sonar la melodía descendente del teléfono, un extraño eco digital de los aullidos.

No me di cuenta de mi error hasta que fue demasiado tarde.
—¿Poché? —dijo una voz que no conocía, y entonces lo comprendí: había cogido sin querer el teléfono de Poché.

No supe qué responder; por un segundo pensé colgar sin decir nada, pero no me pareció bien hacerlo.

—No —contesté—, no soy Poché.

La voz era agradable, pero había un matiz cortante en ella.
—Lo siento. Debo de haberme equivocado al marcar.

—No —repuse antes de que pudiera colgar—. Estás llamando al teléfono de Poché.

Se produjo una pausa larga y tensa.
—Ah. —Una nueva pausa—. Eres esa chica, ¿verdad? La que estuvo en mi casa.

Supuse que negarlo no serviría de nada.
—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—¿Y tú? —Soltó una carcajada un tanto forzada, pero no del todo desagradable.

—Creo que me caes bien. Me llamo Beck.

—Sí, eso suponía —le di la espalda a Poché, que seguía plácidamente dormida con un brazo tapándole la oreja.

—¿Qué le has hecho para que se haya enfadado tanto? —Otra vez aquella carcajada.

—¿Sigue furiosa conmigo?

Medité la respuesta.
—Bueno, ahora no porque esta durmiendo. ¿Quieres que le dé algún recado de tu parte?

La línea se quedó en silencio durante tanto tiempo que pensé que Beck había colgado, pero luego oí su respiración.
—Uno de sus amigos está herido. ¿Podrías despertarla? —Uno de los lobos. Seguro. Me arrebujé en el edredón.

—Sí, claro. Espera. —Dejé el teléfono en la mesilla y aparté suavemente el brazo de Poché para poder hablarle al oído. —Poché, despierta. Te llaman. Es importante. —Volvió la cabeza, y vi que sus ojos verdes ya estaban abiertos.

—Conecta el altavoz. —Hice lo que me decía, metí el teléfono bajo el edredón y me lo coloqué en la barriga. La pantalla me proyectaba en el pecho un cuadrado de luz azul. —¿Qué pasa? —Poché se acodó en el colchón, hizo una mueca al notar el frío y remetió el edredón a nuestro alrededor como si fuera una tienda de campaña.

—Alguien ha atacado a Paul. Se halla en un estado deplorable, lo han hecho trizas. —Poché frunció los labios. No parecía ser consciente de su expresión; su mirada se perdía en la lejanía como si buscara a la manada.

—¿Pudiste…? ¿Sabes si…? ¿Todavía sangra? ¿Era humano cuando ocurrió? — inquirió.

—Sí, era humano. Le he preguntado quién ha sido para ir a por él, pero… Estaba muy mal, Poché. Al principio casi lo di por muerto. Sin embargo, creo que está empezando a recuperarse. Lo han mordido por todo el cuerpo, en el cuello, las muñecas y el vientre, como si el atacante…

—Supiese cómo acabar con él —adivinó Poché.

—Fue un lobo —dijo Beck—. Es lo único que me ha sabido decir.

—¿Uno de los nuevos? —rugió Poché con una fiereza que me sorprendió.

—Poché …

—¿Pudo ser uno de ellos?

—No, Poché. Aún no han salido de casa.

El cuerpo de Poché seguía tenso mientras yo trataba de comprender aquella pregunta: «¿Uno de los nuevos?» . ¿No era Jack el único lobo nuevo?

—¿Querrías venir? —preguntó Beck—. ¿Puedes, o hace demasiado frío?

—No lo sé —respondió Poché torciendo el gesto. —Intuí que sólo estaba contestando a la primera pregunta; no sabía qué podía haberle distanciado tanto de Beck, pero no debía de ser ninguna tontería.

La voz de Beck adoptó un tono distinto, más suave, joven y vulnerable.
—Por favor, Poché. No sigas enfadada conmigo. No puedo soportarlo. —Poché apartó la mirada del teléfono. —Poché —musitó Beck. —Poché se estremeció y cerró los ojos. —¿Sigues ahí?

Miré a Poché, pero ella siguió callada. No pude evitar compadecerme de Beck.

—Yo sí —dije.

Se hizo un silencio total y temí que Beck hubiese colgado. Sin embargo, al cabo de un rato su voz volvió a sonar, esta vez más cautelosa.

—¿Qué sabes de Poché, chica-sin-nombre?

—Todo. —Nueva pausa. Y después:

—Me gustaría conocerte.

Poché alargó un brazo y colgó el teléfono. El resplandor de la pantalla se apagó y las dos nos quedamos a oscuras, bajo el edredón.

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