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Poché.

Parecerá una estupidez, pero una de las cosas que más me gustaban de Daniela era que no necesitaba hablar todo el tiempo. A veces, como aquella noche, yo quería pasar un rato en silencio, olvidarme de las palabras. Cualquier otra chica habría intentado hacerme hablar, pero Daniela se limitó a meter su mano en la mía, apoyar la cabeza en mi hombro y quedarse así, callada, hasta que Duluth quedó atrás. No me preguntó por qué conocía tan bien la ciudad, ni por qué se me había ido la mirada al pasar junto a la calle en la que había vivido con mis padres, ni cómo era posible que una niña de Duluth terminara viviendo con una manada de lobos junto a la frontera de Canadá.

C

uando al fin me soltó la mano para coger una de las pastas que habíamos comprado en la pastelería y se decidió a hablar, simplemente me contó cómo una vez, de niña, había hecho masa de galletas usando huevos cocidos que habían sobrado del día de Pascua, en vez de huevos crudos. Aquello era justamente lo que me hacía falta: una historia inofensiva que me distrajera.

Pero en aquel momento sonó un tintineo de notas descendentes; era el timbre de un teléfono móvil, y parecía mi bolsillo. Por un momento, me pregunté cómo podía haber llegado un móvil a mi abrigo, pero luego recordé que me lo había dado Beck. «Llámame cuando me necesites» , había dicho mientras yo me marchaba. «Cuando me necesites» , no «si me necesitas» ; me pregunté por qué Beck estaba tan seguro de que iba a necesitarlo en algún momento.

—¿Es eso un teléfono? —inquirió Daniela, ceñuda—. ¿Tienes un teléfono? —La historia inofensiva había llegado a un abrupto fin. Me hurgué en el bolsillo.

—Bueno, antes no —balbuceé; la expresión herida que se adivinaba en los ojos de Daniela me llegó al alma, y noté cómo se me encendían las mejillas—. Es que es nuevo —pretexté.

El teléfono volvió a sonar, y me lo llevé a la oreja sin mirar la pantalla. Sabía perfectamente quién llamaba.

—¿Dónde estás, Poché? Hace frío. —La voz de Beck tenía aquel matiz de preocupación sincera que siempre me había resultado reconfortante.
Daniela no me quitaba ojo de encima.

—Estoy bien. —Beck se quedó callado, y supuse que estaría analizando mi tono de voz.

—Poché, las cosas no son blancas o negras. Intenta entenderlo. Ni siquiera me ofreciste la oportunidad de explicártelo. Sabes que, hasta ahora, siempre he procurado hacer bien las cosas.

—Sí, hasta ahora —respondí, apagando el teléfono y volviendo a meterlo en el bolsillo del abrigo. Supuse que volvería a sonar; en el fondo, estaba deseando que lo hiciera para darme el gusto de no responder.

Daniela no me preguntó quién había llamado. No me pidió que le contara lo que nos habíamos dicho. Sabía que estaba esperando a que se lo dijera por iniciativa propia, pero preferí no hacerlo; me dolía pensar que podía ver a Beck como un monstruo. O tal vez me doliera verlo yo de ese modo.

Guardé silencio. Daniela tragó saliva y sacó su teléfono.

—Esto me recuerda que tal vez me hayan llamado mis padres. Aunque me extrañaría mucho…

Examinó la pantalla, con la mano y la barbilla iluminadas por su resplandor azulado y fantasmal.

—¿Te han llamado?

—Claro que no. Están tan tranquilos con sus amiguetes. —Marcó el número de sus padres y esperó—. Hola, soy yo. Sí. Estoy bien. Ya, sí, vale. No os esperaré despierta. Pasáoslo bien. Adiós.—Colgó el teléfono, miró hacia el techo del coche y me dedicó una sonrisa cansada—. ¿Nos fugamos y nos casamos en secreto?

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