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5 °C

Daniela.

Entrar en la casa de Beck fue la experiencia más feliz, y a la vez más triste, que había tenido desde la transformación de Poché: ver a Beck allí, en su mundo, era como tener a Poché delante de mí. Isabel y yo dejamos a Olivia vomitando en el baño y avanzamos por el pasillo hasta encontrarnos con Beck junto a la escalera del sótano -hacía demasiado frío para que saliera a recibirnos a la puerta principal-, y al verle me di cuenta de la cantidad de gestos que Poché había heredado de él. Era evidente incluso en los ademanes más sencillos, como la forma de extender la mano para encender la luz, de indicarnos con la cabeza que lo siguiéramos o de agacharse para no tropezar con la viga que había al pie de la escalera. Recordaba tanto a Poché que me costaba creerlo.

Cuando llegamos abajo, contuve una exclamación de sorpresa: la estancia más grande del sótano estaba repleta de libros. Era una verdadera biblioteca. Las paredes eran estanterías de obra llenas a rebosar. Aun sin acercarme, me di cuenta de que estaban perfectamente ordenados: en un estante, atlas y enciclopedias; en muchos otros, libros de bolsillo con los lomos arrugados por el uso; más allá, grandes libros de fotografía con los títulos en letras mayúsculas; al fondo, novelas encuadernadas en cartoné de colores vivos.

Me situé en el centro de la sala, sobre una polvorienta alfombra de color naranja, y miré alrededor. Y luego estaba el olor; el olor de Poché se percibía en todos los rincones de aquel lugar como si estuviera conmigo, sujetándome la mano, mirando todos aquellos libros a mi lado y esperando a que yo dijera: «Me encanta, Poché».

Quise romper el silencio diciendo que no era extraño que a Poché le gustara tanto leer, pero Beck se me adelantó.

—Cuando te pasas tanto tiempo dentro de casa como nosotros, acabas por leer un montón —explicó, en tono casi de disculpa.

En ese momento me vino a la cabeza lo que Poché había dicho de Beck: que aquél era su último año. Nunca volvería a leer aquellos libros. Por un momento me quedé sin palabras, y luego miré a Beck y dije la primera tontería que se me ocurrió.

—Me encantan los libros.

Beck me dirigió una sonrisa de complicidad y después miró a Isabel, que estiraba el cuello como si esperara encontrar a Jack acurrucado en uno de los estantes.

—Tu hermano debe de estar en el otro cuarto, jugando a algún video juego —Dijo, indicando con los ojos una puerta que se abría al fondo. Isabel siguió su mirada.

—Si entro, ¿se me tirará al cuello? —Beck se encogió de hombros.

—No más que de costumbre, supongo. Ésa es la habitación más cálida de la casa, y creo que se siente bastante cómodo en ella. Pero sigue transformándose de vez en cuando, así que ándate con ojo.

Me llamó la atención el modo en que hablaba de Jack, como si fuera un animal más que un ser humano. Por su tono, podría haber estado explicando cómo aproximarse a los gorilas del zoo. Isabel fue a ver a su hermano, y Beck señaló dos mullidas butacas de color rojo que había en la habitación.

—¿Quieres sentarte?

Me gustó acomodarme en una de aquellas butacas; olía a Beck y también a otros lobos, pero sobre todo olía a Poché. Resultaba fácil imaginárselo allí instalado, leyendo un libro y añadiendo palabras nuevas a su vocabulario absurdamente extenso. Apoyé la cabeza en el lateral del respaldo para imaginar mejor que me encontraba en brazos de Poché y miré a Beck, que se dejó caer aparatosamente en la butaca de enfrente. Parecía cansado.

—Me sorprende que Poché nunca hablara de ti durante todo este tiempo.

—¿De verdad?

—Sí, quizá no debería sorprenderme tanto —dijo encogiéndose de hombros —.Yo no le hablé a ella de mi mujer.

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