5

651 43 3
                                    

6 °C

Daniela.

Hasta que no mataron a Jack Culpeper, no supe que los lobos del bosque eran, en realidad, licántropos.

En septiembre de mi último año de secundaria, cuando todo ocurrió, Jack era el único tema de conversación en el pueblo. La verdad, no podía considerarse que Jack, en vida, hubiese sido un tipo estupendo; lo más notable que podía decirse de él era que poseía el coche más caro del aparcamiento del instituto, incluyendo el del director. En realidad, había sido un imbécil. Sin embargo, la muerte le hizo merecedor de una santidad instantánea. La naturaleza de lo sucedido había dejado huella, una huella honda y horripilante. A los cinco días de su fallecimiento, circulaban por los pasillos del instituto mil versiones diferentes de los hechos.
Y todas conducían a la misma conclusión: los lobos eran muy peligrosos.

Dado que mi madre no solía ver las noticias y mi padre padecía una fobia crónica a estar en casa, ese temor generalizado tardó en filtrarse en nuestra familia, y sólo tomó cuerpo al cabo de unos cuantos días. Durante los seis años anteriores, mi incidente con los lobos había ido desdibujándose en la mente de mi madre, siempre ocupada en sus cuadros y envuelta en una nube de olor a trementina, pero la muerte de Jack volvió a colocarlo bruscamente en primer plano.
Sin embargo, no habría sido típico de mi madre canalizar su creciente inquietud hacia algo razonable como, por ejemplo, pasar más tiempo con su única hija, la misma a la que habían atacado los lobos. Lejos de eso, se volvió aún más dispersa que de costumbre.

—Mamá, ¿quieres que te ayude con la cena? —Mi madre me miró con expresión culpable. Concentrada como estaba en el televisor, dedicaba escasa atención a los champiñones que tenía dispuestos en la tabla de cortar.

—Qué cerca, ¿no? Me refiero al lugar donde lo encontraron —dijo, señalando el televisor con el cuchillo.
En la pantalla se veía un presentador de expresión exageradamente sincera, junto a un mapa de nuestro condado y una borrosa imagen de un lobo. «La búsqueda de la verdad continúa» , decía. Llevaban una semana contando la misma noticia una y otra vez, y aún no había nada claro. El animal de la foto ni siquiera pertenecía a la misma especie que mi loba; no tenía el pelo de color gris plomizo ni aquellos ojos de un verde esmeralda.

—Es que no me lo puedo creer —continuó mi madre—. Ocurrió al otro lado del bosque de Boundary. Lo mataron allí.

—O se murió.

Mi madre me miró frunciendo el ceño, tan débil, delicada y hermosa como siempre.

—¿Cómo?

Levanté la vista del cuaderno, en donde se sucedían unas reconfortantes líneas de números y símbolos.

—Tal vez se desmayara junto a la carretera, y luego, mientras estaba inconsciente, los lobos lo arrastraran al bosque. No es lo mismo. No entiendo por qué hay que sembrar el pánico sin motivo.

Con la mirada puesta de nuevo en el televisor, mi madre cortaba los champiñones en trozos tan diminutos como para alimentar a una ameba. Meneó la cabeza.

—Lo atacaron, Dani, lo atacaron.

Contemplé el bosque a través de la ventana, las desvaídas hileras de árboles que se erguían fantasmales en la oscuridad. No había rastro de mi loba.

—Mamá, ¿no me has dicho mil veces que los lobos suelen ser pacíficos?

«Los lobos son animales pacíficos». Mi madre llevaba años con la misma canción. En mi opinión, la única manera que tenía de seguir viviendo en nuestra casa era convencerse de que los lobos atacaban en rarísimas ocasiones, e insistir en que lo que me había sucedido a mí era excepcional. No sé si ella se lo creía de verdad, pero yo sí. No en vano había visto lobos en el bosque desde que tenía uso de razón, y conocía sus caras y caracteres.

Temblor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora