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4 °C

Poché.

Aquella noche, acostada en la cama de Daniela y todavía impresionada por la noticia de la aparición de Jack en el instituto, me quedé mirando la oscuridad, que habría sido total de no ser por la aureola del cabello de Daniela sobre la almohada. Pensaba en lobos que actuaban como si no lo fueran. Pensaba en Christa Bohlmann.

Hacía años que no me acordaba de Christa, pero el relato de Daniela sobre la irrupción de Jack en un lugar al que ya no pertenecía me había traído su recuerdo de vuelta.
Pensé en el último día que la había visto. Christa y Beck discutían; en la cocina, en la sala de estar, en la entrada y de nuevo en la cocina, gruñendo y gritándose como un par de lobos enzarzados en una pelea. Yo tenía unos ocho años y Beck me parecía un gigante, un dios flaco y furioso apenas capaz de contener su furia. Daba vueltas y más vueltas por la casa mientras reñía a Christa, una joven corpulenta con la cara roja de ira.

—Has matado a dos personas, Christa. ¿Es que nunca piensas admitirlo?

—¿Matado? ¿Matado? —Su voz me provocó escalofríos, como una garra arañando un cristal—. ¿Y qué hay de mí? Mírame. Mi vida se ha acabado.

—Tu vida no se ha acabado —replicó Beck—. Sigues respirando, ¿no? y estás bien del corazón, ¿verdad? No puedo decir lo mismo de tus víctimas.

Christa respondió con un chillido, un aullido agudo y casi incomprensible que me sobrecogió.
—¡Esto no es vivir!

Beck le recriminó a gritos su egoísmo y su irresponsabilidad, y ella contraatacó con una sarta de improperios que me dejó pasmada; nunca había oído palabras semejantes.

—¿Y qué me dices del tipo del sótano? —rugió Beck; divisé su espalda desde mi escondrijo en la entrada—. Le has mordido, Christa. Has arruinado su vida. Y mataste a dos personas sólo porque te insultaron. Pero no veo que te remuerda la conciencia. ¡Prométeme que esto no volverá a suceder nunca más!

—¿Por qué iba yo a prometerte nada? ¿Qué me has dado tú a mí? —bramó Christa, encorvando los hombros como si fuera a transformarse—. ¿Y os consideráis una manada? Sois una secta. Un aquelarre. Un espanto. Haré lo que me parezca y viviré como me dé la gana.

Beck le contestó con una voz terriblemente átona que me hizo sentir pena por Christa porque, cuando estaba verdaderamente fuera de sí, Beck dejaba de parecer enfadado.

—Entonces, no me prometes que esto no se repetirá. —En ese momento, Christa me miró sin verme. Debía de tener la mente puesta en un sitio lejano, en un lugar donde su cuerpo había dejado de transformarse. Vi que se le hinchaba una vena de la frente y que las uñas de las manos se le habían convertido en garras.

—No te debo nada. Vete al infierno.

—Sal de mi casa —le ordenó Beck con voz queda. —Christa obedeció, dando tal portazo que los platos vibraron en las alacenas de la cocina.

Unos momentos más tarde oí que la puerta se abría y volvía a cerrarse, pero esta vez con suavidad. Beck había salido a buscarla.
Recordé que en el exterior ya hacía frío y de repente me dio miedo que Beck se transformara y me dejara sola en la casa.

Asustada, crucé el pasillo para entrar en la sala de estar, y en ese momento sonó un estampido.
Beck entró en la casa en silencio, temblando por el frío y por la amenaza de la transformación, y dejó una pistola sobre la encimera con sumo cuidado, como si temiera que fuera a romperse. Luego me vio de pie en la sala de estar, con los brazos cruzados, apretándome los bíceps con todas mis fuerzas.
Aún recuerdo cómo sonó su voz cuando me dijo:

—No toques eso, Poché.

Vacía. Desgarrada.
Beck pasó el resto del día en su despacho, con la cabeza hundida entre los hombros. Al anochecer, salió junto a Ulrik y se puso a hablar con él en voz baja. Me asomé a la ventana y vi a Ulrik coger una pala del garaje.

Y ahora, al cabo de los años, Jack andaba suelto por ahí mientras yo descansaba en la cama de Daniela. A las personas irascibles no se les daba bien ser licántropos.

Aquel día, mientras Daniela estaba en clase, yo había ido a la casa de Beck. El garaje estaba vacío y las ventanas cerradas; no había tenido el valor de entrar para comprobar si alguien había estado por allí. Sin Beck ocupándose de proteger a la manada, ¿quién se responsabilizaría de meter en cintura a Jack?
Un nuevo e involuntario sentido de la responsabilidad estaba empezando a hacerse un hueco en mi fuero interno. Beck tenía teléfono móvil, pero yo no sabía su número.
Hundí la cara en la almohada y deseé que Jack no mordiese a nadie: si se convertía en un problema, no me creía lo bastante fuerte para hacer lo que había que hacer.

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