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4 °C

Daniela.

—Es aquí —dije agarrando mi mochila. Parecía absurdo que la casa de Beck estuviera igual que cuando Poch me había llevado allí para enseñarme el bosque dorado, en vista de lo mucho que habían cambiado mis circunstancias. Y sin embargo, su aspecto era el mismo; la única diferencia apreciable era el voluminoso todoterreno que había aparcado junto a la puerta.
Jack detuvo el coche, sacó la llave de contacto y me miró con ojos recelosos.

—Sal del coche después de que lo haya hecho yo.

Me quedé sentada mientras él se apeaba, rodeaba el coche y abría mi puerta. En cuanto puse un pie en el suelo, me aferró el brazo. Sus hombros estaban mucho más adelantados de lo que habría sido natural, y tenía la boca entreabierta; supuse que no se daba cuenta. Habría debido estar preocupada por si se transformaba de repente y me atacaba, pero lo único que podía pensar era que, si cambiaba antes de decirnos dónde tenía a Poché, ya no podríamos encontrarla a tiempo.
Deseé con todas mis fuerzas que Poché estuviese en algún sitio resguardada, a salvo de las garras del invierno. Pero lo dudaba.

—Deprisa —dije, tirando de Jack para que se apurara—. No tenemos tiempo que perder.

Tal y como había prometido Beck, la puerta principal no tenía echada la llave; Jack la abrió, me empujó al interior, entró detrás de mí y la cerró de un portazo. En el aire flotaba un débil aroma de romero; alguien había estado cocinando, y me vino a la cabeza la historia que Poché me había contado sobre Beck, las chuletas y la barbacoa. Y en ese momento, a mi espalda sonó un grito gutural, casi un gruñido. Era Jack quien gritaba. Al volverme, encontré una escena muy diferente a la silenciosa pugna de Poché por conservar la forma humana. Aquello era un revoltijo violento y furioso. Los labios de Jack se deformaron en una mueca feroz mientras la cara se le afilaba hasta convertirse en un hocico, y su tez cambió de color en un instante. Dio un paso hacia mí como si quisiera agarrarme, pero los dedos se le cerraron hasta convertirse en garras de uñas negras. Con cada uno de los cambios, su piel se hinchaba y ondulaba por un instante, como una placenta con un niño monstruoso y salvaje en su interior. Observé la camisa de Jack, que colgaba arrugada en torno al torso del lobo. Sólo mirándola lograba convencerme de que lo que acababa de ver era cierto. El Jack lobo estaba igual de furioso que el Jack humano, pero su ira no estaba controlada por la razón. Abrió las fauces y me enseñó los dientes sin emitir ningún sonido.

—¡Atrás! —Un hombre, ágil pese a su gran envergadura, se precipitó en el vestíbulo y se abalanzó sobre Jack, pillándolo desprevenido. —¡Túmbate! —gruñó el hombre, con tanta autoridad que yo hice ademán de agacharme antes de comprender que se lo decía al lobo—. ¡Quieto! Ésta es mi casa. Aquí mando yo, ¿estamos? —gritó junto a la oreja de Jack, manteniéndole el hocico cerrado con una mano.
Jack gimoteó, y Beck le empujó la cabeza hasta dejarla pegada al suelo. Luego levantó la mirada hacia mí y me habló con voz sorprendentemente sosegada. —Daniela, ¿me echas una mano?

Hasta entonces, no me había atrevido ni siquiera a moverme del sitio.
—Sí —respondí.

—Agarra el borde de la alfombra que está debajo de él. Vamos a arrastrarlo hasta el baño. Está en…

—Sé dónde está.

—Estupendo. Vamos allá. Yo intentaré ayudarte, pero tengo que evitar que se levante.

Entre los dos tiramos de Jack hasta llegar al cuarto de baño en el que yo había evitado que Poché se transformara. En el último momento, Beck se colocó detrás de Jack y lo lanzó al interior, y yo empujé la alfombra con el pie para meterla del todo en el baño. Luego Beck retrocedió de un salto, cerró la puerta y echó el pestillo. Me fijé en que el pomo estaba instalado del revés para que el pestillo quedara por fuera, y me pregunté cuántas veces habría ocurrido algo parecido en aquella casa.

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