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1 °C

Daniela.

Lo peor eran los aullidos.
Los días me resultaban insoportables, pero las noches eran aún más duras; me daba la impresión de que pasaba los días preparándome para sobrevivir a una noche más poblada por aquellas voces lastimeras. Me tumbaba en la cama y abrazaba su almohada hasta exprimir la última gota de su aroma. Me quedaba dormida con tanta frecuencia en el sillón del despacho que ella solía usar, que el asiento se amoldó a mi forma y perdió la suya. Caminaba descalza por la casa envuelta en una pena secreta que no podía compartir con nadie. La única persona con la que hubiera podido compartirla, Olivia, no contestaba al teléfono, y mi coche -cuya visión apenas soportaba- había quedado inservible.
Así que me pasaba las tardes sola en casa, y las horas se extendían ante mí tan monótonas como las desnudas ramas del bosque de Boundary que se veían por las ventanas.

La noche en que la oí aullar fue la peor. Los demás empezaron primero, a la misma hora en que lo habían hecho las tres noches anteriores. Me hundí en el sillón de cuero del despacho de mi padre, escondí la cabeza en la última camiseta que preservaba el aroma de Poché y traté de imaginar que lo que oía era una grabación, no un coro de lobos reales. De personas reales. Y entonces, por primera vez desde el accidente, oí su aullido. Me desgarró el corazón, porque en aquel aullido estaba su voz. Los demás cantaban en el fondo tejiendo una armonía agridulce, pero yo sólo oía a Poché. Su aullido se elevó trémulo y luego cayó en un lamento angustiado.

Estuve escuchando durante mucho rato. Por un lado deseaba que parasen, que me dejasen en paz, pero al tiempo me desesperaba pensar que lo hicieran. Y al fin la manada calló, pero Poché siguió lanzando aullidos tristes y suaves.

Cuando dejó de cantar, la noche quedó muerta.
Quedarme allí sentada me resultaba insoportable. Me levanté y me puse a caminar en círculo, abriendo y cerrando las manos. Al cabo de un rato, agarré la guitarra que Poché había tocado y, dando gritos, la hice pedazos contra el escritorio.
Cuando mi padre entró en el despacho, me encontró sentada en medio de un mar de astillas y cuerdas arrancadas, como un barco de música que hubiese chocado contra el rompiente.

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