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5 °C

Poché.

Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, soñé con los perros del señor Dario.
Me desperté sudada y temblorosa, con un regusto a sangre en la boca. Tenía el corazón tan desbocado que me dio la impresión de que podía despertar a Daniela, así que me aparté y me lamí los labios. Me había mordido la lengua.

Siendo humana, en el cálido refugio de aquella cama, me resultaba fácil olvidar la violencia de mi mundo y recordar a la manada como debía de vernos Daniela: fantasmas que vagaban mágicos y silenciosos por el bosque. Si hubiéramos sido lobos de verdad, Daniela no habría estado muy desencaminada. Los lobos normales no suponían una amenaza. Pero nosotros no éramos lobos normales.

Aquel sueño parecía susurrarme que estaba pasando por alto las advertencias de peligro, las señales de que había empezado a llevar la violencia de mi mundo al de Daniela: lobos en el instituto, en la casa de su amiga, en su propia casa… Lobos bajo los que se ocultaban personas.

Sin levantarme de la cama, agucé el oído. Me pareció distinguir el sonido de pisadas en el porche, el olor de Shelby que atravesaba la ventana y llegaba hasta mí. Shelby me quería para ella; deseaba alcanzar lo que yo representaba. Yo era la favorita de Beck, el jefe humano de la manada, y también de Paul, su jefe lobuno, lo que me convertía en el sucesora lógica de ambos. En nuestro pequeño mundo, poseía mucho poder. Y a Shelby le gustaba el poder.

Lo que había pasado con los perros de Darío lo demostraba. Aquello había ocurrido cuando yo tenía trece años. Nuestro vecino, cuya casa estaba a varios kilómetros, había vendido su finca a un rico excéntrico, el señor Dario. Un día fui a visitarle con Beck; al principio me pareció un hombre anodino, aunque desprendía un olor peculiar, como si se hubiera muerto y lo hubiesen conservado en formol. Mientras estuvimos en su casa, dedicó casi todo el tiempo a mostrarnos el sofisticado sistema de alarma que había instalado para proteger su negocio de antigüedades («Se refiere a drogas» , me aclaró Beck más tarde), y a deshacerse en alabanzas hacia los perros guardianes que dejaba sueltos por la finca cuando se ausentaba.
Al final de la visita, nos los mostró. Eran verdaderas gárgolas vivientes de piel arrugada y pálida, todo espumarajos y colmillos. Dario nos explicó que pertenecían a una raza sudamericana de perros pastores, y luego, con evidente placer, nos dijo que eran capaces de arrancar la cabeza de una persona. Arrugando el ceño, Beck le preguntó si había tomado medidas para evitar que se escaparan de la finca. El señor Dario señaló los collares, que tenían pinchos en la cara interna («Para darles calambrazos» , me explicó luego Beck), y nos aseguró que los únicos que podían perder la cabeza eran quienes se metieran de noche en sus terrenos para robar. Luego nos enseñó el dispositivo que controlaba los collares, enviando descargas eléctricas a los perros si traspasaban los límites de su propiedad; era una caja cubierta de pintura oscura que le manchó las manos.

Nadie más que yo pareció dar importancia a aquellos perros, pero para mí se convirtieron en una obsesión. Imaginaba que se escapaban y caían sobre Beck o Paul, que les arrancaban la cabeza y se la comían. Pasé semanas dándole vueltas a aquello, hasta que un día, en mitad del verano, decidí hablar con Beck. Lo encontré en la cocina, con un pantalón corto y una camiseta, untando de salsa unas costillas para hacerlas en la barbacoa.

—¿Beck?

—¿Qué quieres, Poché? —respondió sin levantar la vista.

—¿Me enseñarías cómo matar a los perros del señor Dario? —Beck se me quedó mirando—. Es por si acaso.

—No te va a hacer falta.

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