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7 °C

Daniela.

Mis padres no se dieron cuenta de nada. A la mañana siguiente, después de la noche en que Poché y yo habíamos… habíamos estado juntas, no podía quitarme de la cabeza la idea de que mis padres ni siquiera sospechaban lo que había pasado. Supuse que era lo normal. Supuse que también era normal que me sintiera algo rara y un poquito ida. Hasta aquella noche, había pensado en mí como una imagen completa, un cuadro; pero Poché había descubierto en mí un puzzle, había desmontado las piezas y las había vuelto a colocar. Ahora era agudamente consciente de cada una de mis emociones, y de la forma en que encajaban entre sí.

Mientras yo conducía con una mano, Poché guardaba silencio y me sostenía la otra mano entre las suyas. Habría dado un millón de dólares por saber qué le pasaba por la cabeza.

—¿Qué quieres que hagamos esta tarde? —le pregunté al cabo de un rato.

Ella miró por la ventanilla, acariciándome el dorso de la mano con los dedos. El paisaje tenía un aspecto frágil, quebradizo. Olía a nieve.

—Con tal de estar contigo, cualquier cosa.

—¿Cualquiera? —Me miro y me dedicó una sonrisa ladeada; parecía tan ida como yo.

—Sí, siempre y cuando estemos juntas.

—Vale. Me gustaría conocer a Beck —afirmé.
Ya estaba. Lo había dicho. Aquélla era una de las piezas del puzzle, y no acababa de encajar desde que la noche anterior había descolgado el teléfono.

Poché se quedó mirando el instituto, quizá con la esperanza de que, si se quedaba callado hasta que llegáramos, yo me bajaría del coche sin insistir. Sin embargo, terminó por suspirar y mirarme con expresión de agotamiento.

—Ay, Dani. ¿Por qué?

—Porque es casi tu padre, Poché. Quiero saberlo todo de ti. No creo que sea tan difícil de entender.

—Lo que quieres es que todo esté bien ordenado. —Poché observó los grupos de estudiantes que atravesaban el aparcamiento, y yo remoloneé sin querer aparcar el coche aú —. Quieres que las cosas entre Beck y yo se arreglen por arte de magia porque necesitas sentir que todo está en su sitio.

—Si pretendes enfadarme con eso que estás diciendo, no lo vas a conseguir. Sé perfectamente que tienes razón. —Poché guardó silencio mientras dábamos otra vuelta al aparcamiento y luego dejó escapar un gemido.

—Daniela, odio estas cosas. Odio enfrentarme a la gente.

—No habrá enfrentamiento. Beck quiere verte.

—Hay cosas que no sabes, Dani. Cosas feas. Aunque no quiera, si lo veo me enfrentaré con él; es una cuestión de principios. Aunque, después de lo de anoche, no sé si me quedan principios… —Busqué rápidamente un sitio libre en el fondo del aparcamiento para poder mirarle a los ojos sin que nos vieran los demás alumnos.

—¿Es que te sientes culpable? —le pregunté.

—No. Tal vez. Un poco. Estoy… intranquila.

—Pero si usamos protección —le recordé.

Poché respondió sin mirarme.
—No es por eso. Es que… espero que fuese el momento adecuado.

—Pues claro que lo era. —Agachó la cabeza.

—Lo único que me gustaría saber es si has querido hacer… hacer el amor conmigo para vengarte de tus padres. —Le lancé una mirada asesina y cogí mi mochila del asiento trasero. Me ardían las orejas y las mejillas; no entendía por qué estaba tan furiosa, pero lo estaba.

—Lo que acabas de decir es una estupidez —le recriminé, con una voz que no parecía la mía.
Poché siguió mirando la pared del instituto como si le fascinara la disposición de los ladrillos. Tanto debía de fascinarle, que no había sido capaz de mirarme a los ojos mientras me acusaba de haberla utilizado. Cada vez me sentía más furiosa. —¿Es que no tienes nada de autoestima? Mira, Poché, aunque te parezca increíble, si quiero estar contigo es porque me gustas tú. —Abrí la portezuela del coche y me apeé; Poché dio un respingo al notar el aire frío procedente del exterior, pero no me importó—. Joder, vaya forma de estropearlo. Vaya forma de estropearlo. —Quise cerrar de un portazo, pero ella extendió un brazo para impedirlo.

—Espera, Dani. Espera.

—¿Qué?

—No quiero que te vayas así. —Su mirada parecía implorarme perdón, más triste que nunca. Vi que se le ponía la carne de gallina en los brazos, que los hombros empezaban a temblarle. Y eso me venció; por muy enfadada que estuviese, sabía tan bien como ella lo que podía ocurrirle mientras yo estaba en clase. Odiaba aquello, aquel miedo. Lo odiaba con toda mi alma. —Siento mucho lo que he dicho —barbotó Poché, tratando de decirme todo lo que sentía antes de que me marchara—. Tienes razón. Pero es que a veces me cuesta creer que alguien… algo… tan maravilloso me esté pasando a mí. Dani, no te enfades conmigo. Por favor, Daniela.

Cerré los ojos y, por un momento, deseé de todo corazón que Poché fuese una chica normal para poder darme la vuelta y marcharme sin más, orgullosa e indignada. Pero no: Poché era tan frágil como una mariposa en otoño, a punto de morir con la primera helada. De modo que me tragué mi ira como si fuera una cucharada de jarabe amargo y abrí la puerta un poco más.

—No quiero que vuelvas a pensar esas bobadas nunca más, María José.

Poché entrecerró los párpados al oír su nombre, y sus iris verdes quedaron ocultos bajo las pestañas durante un segundo. Luego extendió una mano y me tocó la mejilla.

—Perdóname. —Le cogí la mano, entrelacé mis dedos con los suyos y observé su cara.

—¿Cómo crees que se sentiría Beck si la última vez que hablaras con él estuvieras furiosa —Poché respondió con una carcajada forzada y cínica que me recordó a la de Beck la noche anterior, y desvió la mirada. Sabía que yo había visto el número de Beck. Me soltó la mano.

—De acuerdo. Iremos a verlo. —Estaba a punto de marcharme cuando se me ocurrió algo que me intrigó.

—¿Por qué estás enfadada con Beck, Poché? ¿Por qué estás enfadado con él, cuando nunca te he visto furiosa con tus verdaderos padres? —La expresión de Poché me indicó claramente que nunca se había planteado aquella pregunta, y le hizo falta un rato largo para hallar la respuesta.

—Pues porque Beck… Beck no tenía por qué hacer lo que hizo. Mis padres, en cambio, sí tenían razones para hacerlo. Pensaban que yo era un monstruo, tenían miedo. Actuaron sin pensar. —La cara de Poché reflejaba su dolor y sus dudas. Metí la cabeza en el coche y la besé suavemente. No sabía qué decirle, así que volví a besarla, me eché la mochila al hombro y empecé a caminar por el gris aparcamiento.
Al mirar por encima del hombro, vi que no se había movido y que me observaba con ojos enigmáticos y lobunos. Los entrecerró para protegerlos de un repentino golpe de viento que le alborotó los oscuros cabellos; por alguna razón, su imagen me hizo recordar la primera vez que la había visto. Volví a mirar hacia delante, mientras aquella brisa gélida y penetrante me golpeaba en la nuca.

De repente, el invierno me pareció muy cercano. Me detuve en la acera con los ojos cerrados, luchando contra el deseo de volver junto a Poché. Al final se impuso mi sentido del deber y me encaminé hacia la puerta del instituto. Sin embargo, no lograba librarme de la sensación de estar cometiendo un error.

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