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4 °C

Poché.

El frío se me aferraba a la piel. Una oscuridad casi sólida me presionaba los párpados, y tuve que pestañear varias veces para librarme de ella. Cuando lo logré, vi una raya de luz blanca frente a mí: la rendija de una puerta. No tenía puntos de referencia, así que me resultaba imposible saber a qué distancia estaba. A mi alrededor se arremolinaban los olores: moho, polvo, madera, sustancias químicas. Por lo fuerte que sonaba mi respiración, deduje que me hallaba en un lugar pequeño. ¿Un cobertizo? ¿Un garaje? Hacía muchísimo frío; no tanto como para transformarme, pero casi. Estaba tumbada, y me pregunté por qué. Me puse en pie y me mordí el labio para sofocar un grito: me dolía mucho un tobillo. Con cautela, como una cervatilla dando sus primeros pasos, intenté levantarme de nuevo, y el tobillo cedió bajo mi peso. Me desplomé braceando en busca de asidero; de las paredes colgaba una colección de objetos metálicos que me arañaron las manos al caer. Parecían instrumentos de tortura: fríos, ásperos, puntiagudos. Me quedé un momento a gatas escuchando mi respiración, notando cómo la sangre me brotaba de las palmas de las manos y pensando en rendirme. Estaba cansada de luchar. Me sentía como si llevara semanas peleando.
Al cabo de un rato, cuando junté fuerzas, volví a ponerme de pie. Con los brazos extendidos para no llevarme más sorpresas, caminé renqueante hacia la puerta. Por la rendija se colaba una corriente de aire gélido que me rasgaba la piel como una cuchilla. Palpé en busca de un picaporte, pero sólo encontré el áspero tacto de la madera. Se me clavó una astilla en un dedo y solté un taco en voz baja. Luego apoyé el hombro en la puerta y empujé, mientras pensaba:
«Por favor, por favor, por favor, que haya un poco de justicia en este mundo».

No la había.

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