35

232 17 0
                                    

9 °C

Poché.

Cuando la película terminó (el mundo se salvaba, no sin grandes daños colaterales), me senté junto a Daniela a la mesa de la cocina y la observé mientras estudiaba. Estaba agotada; el tiempo, cada vez más frío, me iba robando las fuerzas poco a poco, aunque no lo bastante para forzar la transformación. Lo único que me apetecía era echarme en la cama de Daniela o en el sofá y dormir la siesta, pero mi parte lobuna me hacía mantenerme en guardia y me impedía dormir en presencia de extraños. Al final, por hacer algo, dejé a Daniela enfrascada en sus libros y subí por la escalera para ver el estudio.

Era fácil de encontrar; sólo había dos puertas en el rellano del piso de arriba, y una de ellas despedía un fuerte olor a productos químicos que me recordó al amargor de la naranja. La puerta estaba entreabierta. La empujé y parpadeé: en el techo había unas bombillas que imitaban la luz natural, y el resplandor que emitían estaba a medio camino entre el de un desierto a mediodía y el de un supermercado.
Las paredes estaban ocultas por capas y capas de lienzos colocados sin orden ni concierto. Había explosiones de color, figuras realistas en poses irreales, formas normales de tonos formales, cosas inesperadas en lugares cotidianos. Al mirarlas, me dio la impresión de haber caído en un sueño en el que todo lo que conocía se presentaba de manera insospechada. «Madriguera en la que todo es posible, / ¿lo que muestras es retrato, o es espejo? / Caleidoscopio de sueños que recorren / el desierto de color que ahora veo» .

Contemplé dos cuadros enormes que estaban apoyados en una de las paredes. Ambos retrataban a un hombre besando el cuello de una mujer; la escena era idéntica, pero los colores se movían en tonalidades opuestas. El primero, bañado en rojos y púrpuras, era llamativo, feo y comercial. El otro, más oscuro, jugaba con tonos malvas y azules, y parecía esconderse del espectador. Era discreto y hermoso. Me recordó al día en que Daniela y yo nos habíamos besado en la librería, a la sensación cálida y auténtica que me había provocado abrazarla.

-¿Cuál de ellos prefieres? -preguntó la madre de Daniela con voz animada. Supuse que aquélla era la actitud que adoptaba en sus exposiciones, la que utilizaba para animar a los visitantes a comprar sus obras.

Incliné la cabeza hacia el cuadro de tonos azules.
-Éste, sin duda.

-¿De verdad? -preguntó con franca sorpresa-. Eres la primera que lo dice. Todo el mundo prefiere el otro -dijo volviéndose hacia mí-. He vendido cientos de copias de él.

-Bueno, tampoco está mal -repuse, cortés, y ella se rió.

-Es repugnante. ¿Sabes cómo se llaman? -Los señaló con el índice, primero el azul y después el rojo-. Éste, Amor; éste, Lujuria.

Sonreí.
-Algo debe de andar mal con mis niveles de testosterona.

-¿Por haber elegido Amor? No lo creo, la verdad. En cualquier caso, esto no son más que cosas mías; Daniela me dijo que era una estupidez pintar dos veces la misma escena. Además, opina que los ojos de ella están demasiado juntos en los dos cuadros.

Volví a sonreír.
-Muy propio de Daniela. Pero ella no es una artista.

La boca se le torció en una mueca de tristeza.
-No. Daniela es muy pragmática. No sé de quién lo habrá heredado.

Me acerqué a otro grupo de cuadros: animales caminando sobre las cuerdas de un tendedero, un ciervo en una ventana, peces asomando por una boca de desagüe.

Temblor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora