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16 °C

Poché.

Dejé a Daniela en el instituto y me quedé un rato absurdamente largo merodeando por el aparcamiento, furiosa con Jack, furiosa con la lluvia, furiosa con las limitaciones de mi cuerpo humano. El olfato me decía que un lobo había estado por allí -captaba un débil aroma almizcleño-, pero no sabía en qué dirección se había marchado, ni si aquel lobo era verdaderamente Jack. Me sentía como si me hubiese quedado ciega.

Al cabo de un rato me rendí y, tras pasar unos minutos sentado en el coche, decidí ceder a la atracción que la casa de Beck ejercía sobre mí. Por otra parte, no se me ocurría un lugar mejor para iniciar la búsqueda de Jack, pues los lobos frecuentaban el bosque que se encontraba tras la casa. De modo que me dirigí a mi antiguo hogar de verano.

No sabía si aquel año Beck había llegado a tomar forma humana; de hecho, ni siquiera me acordaba bien de cómo había pasado yo el verano. Mis recuerdos de lobo se mezclaban hasta convertirse en una compleja amalgama de estaciones y olores de origen incierto.
Beck llevaba transformándose más años que yo; si yo no me había convertido en humano aquel verano, él tampoco debía de haberlo hecho. Sin embargo, algo me decía que tenían que quedarme más años de alternancia entre una y otra forma. No hacía tanto que me había transformado por primera vez. ¿Qué había pasado con todos los veranos que aún me correspondían?

Tenía que encontrar a Beck; necesitaba pedirle consejo. Quería comprender por qué el disparo me había hecho humano, averiguar cuánto tiempo me quedaba con Daniela. Tenía que saber si aquello era el fin.

«Eres la mejor de todos nosotros» , me había dicho Beck una vez, con una expresión que aún no había olvidado. Franca, convencida, sólida. Un ancla en un mar revuelto. Con eso había querido decir que yo era la más humana de la manada. Fue poco después de que arrancaran a Daniela del columpio.

Cuando llegué a la casa, la encontré otra vez vacía y a oscuras, y mis esperanzas se evaporaron. Pensé que tal vez todos los demás lobos se hubieran transformado para pasar el invierno. Excepto Jack, ya no quedaba ninguno joven. El buzón estaba atestado de sobres y avisos de la oficina de correos. Lo vacié y dejé todo en el coche de Daniela. Sabía dónde estaba la llave del apartado postal de Beck, pero ya iría a buscarla más adelante.

Me negaba a creer que no volvería a ver a Beck. Pero eso no anulaba el hecho de que, con él ausente, no había nadie que pudiera aconsejar a Jack. Alguien tenía que alejarlo del instituto, de la civilización, hasta que superara el período de transformaciones inestables por el que atravesaban todos los nuevos licántropos. La falsa muerte de Jack había dejado a la manada en una situación muy comprometida, y yo no estaba dispuesta a dejar que la empeorara aún más, ya fuera transformándose en público o atacando a alguien.

Dado que Jack se había dejado caer por el instituto, supuse que también habría tratado de ir a su casa, de manera que me encamine al hogar de los Culpeper. Todo el mundo sabía que vivían en una gigantesca mansión estilo Tudor que se veía desde la carretera. La única mansión de Mercy Falls. Contaba con que no hubiese nadie por allí a aquella hora, pero, por si acaso, aparqué el Bronco de Daniela a medio kilómetro e hice el resto del trayecto a pie, atravesando un pequeño pinar.

Tal y como me temía, la casa estaba desierta. Su mole se cernía sobre mí como un enorme castillo de cuento. Una rápida inspección de las puertas me permitió captar el inconfundible olor de un lobo. No sabía si estaría dentro o si, como yo, habría ido hasta allí aprovechando que no había nadie, para después regresar al bosque. Recordando lo vulnerable que era en mi forma humana, me di la vuelta y olfateé en dirección a los árboles. Nada. O, al menos, nada que mis sentidos humanos pudiesen percibir.
Estaba decidida a llevar mis pesquisas hasta el final, así que opté por entrar en la casa para ver si encontraba a Jack metido en alguna jaula especial para monstruos. Como todo estaba cerrado con llave, rompí una de las ventanas traseras con un ladrillo y metí la mano entre los filos de cristal para girar el picaporte.

Una vez en el interior, volví a olisquear el ambiente. Me pareció captar un olor lobuno, pero era débil y no parecía muy reciente. Aunque no estaba seguro de que aquel rastro fuera de Jack, lo seguí por las estancias de la casa hasta llegar a unas descomunales puertas de roble. El rastro continuaba al otro lado.
Con mucha cautela, las empujé hasta abrirlas. Lo que vi me dejó sin respiración. Ante mí se abría una sala gigantesca, llena a rebosar de animales disecados. La estancia, de techo alto y poco iluminada, parecía la sala de animales norteamericanos de un museo de historia natural o, peor aún, una especie de santuario dedicado a la muerte. Traté inconscientemente de crear una letra de canción que hiciera justicia a aquello, pero tuve que contentarme con un solo verso: «En mis hombros, la mueca de los muertos sonrientes» . Me estremecí.

A la luz mortecina que entraba por las claraboyas, pude ver que había animales suficientes para llenar el arca de Noé. Me fijé en un zorro que tenía una codorniz en la boca. Más allá había un oso negro apoyado sobre las patas traseras. Y un lince que reptaba a lo largo de un tronco. Y un oso polar con un pez disecado en las garras. ¿Era posible disecar un pez? Nunca se me había ocurrido.

Y entonces, en medio de una manada de ciervos de todas las formas y tamaños, vi el origen del olor que me había llevado hasta allí: un lobo que me miraba enseñando los dientes, con una expresión amenazadora en sus ojos de cristal. Caminé hacia él y extendí una mano para tocarle el pelo, quebradizo y descolorido. Al mover los dedos, percibí una súbita vaharada de olor rancio, entre cuyos secretos descubrí la inconfundible fragancia de mi bosque. Cerré las manos con fuerza y, sobrecogida, me separé del lobo. Uno de nosotros. O quizá no. Tal vez sólo fuera un lobo corriente. Sin embargo, nunca había visto a un lobo normal en el bosque.

-¿Quién eras? -susurré.

Por desgracia, el único rasgo que compartían los dos cuerpos de un licántropo eran los ojos, y aquéllos habían sido reemplazados hacía mucho tiempo por dos esferas de cristal. Me pregunté si Derek, cosido a balazos la noche en que me habían disparado, terminaría por formar parte de aquella macabra colección de fieras disecadas. La idea hizo que se me revolviese el estómago.

Eche un ultimo vistazo a la sala y me dirigí a la puerta principal. Cada célula del animal que quedaba en mi interior gritaba, urgiéndome a escapar del pesado olor a muerte que flotaba en aquella estancia. Jack no estaba allí. No tenía ninguna razón para quedarme.

Temblor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora