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6 °C

Daniela.

—¿Duermes?

La voz de Poché era poco más que un susurro, pero en las tinieblas de mi habitación sonó como un grito inesperado.
Me di la vuelta y me asomé por el borde de la cama: Poché era un bulto oscuro en el suelo sobre un nido de sábanas y almohadas. Su presencia, extraña y maravillosa al mismo tiempo, parecía llenar la habitación y empujarme contra la pared. Me daba la impresión de que jamás volvería a dormirme.

—No.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Acabas de hacerlo.

Se quedó pensando un momento.
—Vale. ¿Puedo hacerte otra pregunta?

—Acabas de hacerlo.

Poché resopló y me lanzó uno de los cojines del sofá. El proyectil atravesó la habitación, iluminada tan sólo por la luna, y aterrizó blandamente sobre mí.

—Eres una listilla, ¿lo sabías?

Sonreí.
—A ver, ¿qué quieres saber? —dije.


—Te mordieron.

En realidad, no era una pregunta. Percibí la ansiedad en su voz y, aunque no estaba a su lado, noté la tensión de su cuerpo. Me escondí bajo las sábanas en un intento de huir de sus palabras.

—No lo sé.

—¿Cómo es posible que no lo sepas?  —preguntó Poché en voz más alta.

Me encogí de hombros, aunque sabía que ella no podía verlo.

—Era una niña.

—Yo también lo era, y me di perfecta cuenta de lo que pasaba. —Me quedé callada.

—¿Por eso te quedaste quieta? —preguntó Poché al cabo de un rato—. ¿Porque eras demasiado pequeña para darte cuenta de que te iban a matar?

Escudriñé el rectángulo de cielo nocturno que se veía a través de la ventana, perdida en las imágenes que recordaba de Poché loba. La manada apiñada a mi alrededor: lenguas y dientes, gruñidos y tirones. Un lobo algo más atrás, con el pelaje cubierto de cristales de hielo, temblando mientras me observaba. Tumbada en la nieve, bajo un cielo blanco que se iba oscureciendo, tampoco yo dejaba de observarlo. Era hermoso: salvaje y oscuro, con unos ojos verdes en cuyas profundidades adivinaba una complejidad inimaginable. Su aroma era semejante al de los demás lobos: rico, silvestre, almizcleño. El mismo aroma que seguía teniendo allí, tumbado en el suelo de mi habitación, a pesar de su uniforme de enfermero y de su piel humana.

Oí en el exterior un aullido penetrante, y después otro. El coro nocturno comenzaba ya y, pese a la ausencia de la voz de Poché, me seguía cautivando. Atacada por una añoranza repentina, noté que el corazón se me aceleraba.

Poché gimió; su voz lastimera, a medio camino entre el humano y el lobo, me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Los echas de menos? —murmuré.

Poché se levantó y se colocó junto a la ventana, con los brazos cruzados. Su silueta desgarbada se recortó contra la noche.

—No. Sí. No lo sé. Oírlos hace que me sienta… mal. Como si éste no fuera mi lugar. —Conocía bien aquella sensación. Busqué algo que decir para consolarlo, pero no se me ocurrió nada convincente. —Y, sin embargo, yo soy esta —insistió ella, bajando la barbilla para mirarse el cuerpo; no supe si lo decía para persuadirse a sí misma o para convencerme a mí.

Los aullidos de los lobos se hicieron de pronto más intensos y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Ven aquí. Cuéntame algo, anda —dije para distraernos a ambos. Poché se volvió a medias, pero no alcancé a distinguir su expresión—. En el suelo hace frío; seguro que mañana te levantas con tortícolis. Vamos, vente.

—¿Y tus padres? —inquirió, volviendo a la misma pregunta que me había hecho en el hospital. Estaba a punto de preguntarle por qué se preocupaba tanto por ellos cuando recordé lo que me había dicho acerca de sus padres, y las cicatrices brillantes y arrugadas que tenía en las muñecas.

—Uf. No sabes cómo son —dije a modo de respuesta.

—¿Dónde están?

—En la inauguración de una exposición, creo. Mi madre es artista.

—Son las tres de la madrugada… —advirtió con
voz incrédula.

—Cállate y ven aquí —le interrumpí, con un tono más cortante de lo que pretendía—. Pórtate bien y no me quites la manta, ¿de acuerdo? —Poché vacilaba —. ¡Venga, que se va a acabar la noche! —Obediente, se agachó para coger una de las almohadas que estaban en el suelo y avanzó hasta la cama, pero se detuvo antes de subir. Distinguí en la penumbra la expresión sombría de su rostro mientras inspeccionaba aquel territorio prohibido. No supe si sentirme halagada por su delicadeza u ofendida porque, al parecer, no me consideraba lo suficientemente atractiva como para abalanzarse sobre mí.

Al cabo de un poco, se decidió a subir. El colchón crujió bajo su peso; Poché dio un respingo y se acurrucó en el mismo borde, sin llegar siquiera a taparse con el edredón. Capté su olor lobuno con mayor nitidez y, con una extraña satisfacción, solté un suspiro. Ella también suspiró.

—Gracias —musitó.

Me pareció un tanto formal, considerando el hecho de que estaba metido en mi cama.

—De nada.

De pronto me asaltó un momento de lucidez. Allí estaba yo, acostada junto a una chica capaz de convertirse en loba; y no en cualquier loba, sino en mi loba. Recordé el instante en que se encendió la luz del porche y la vi por primera vez, y me recorrió el espinazo una extraña mezcla de alegría e inquietud.

Poché volvió la cabeza hacia mí como si pudiera ver la llamarada de mis emociones. Distinguí sus ojos en la oscuridad, a tan sólo unos palmos de mí.

—Te mordieron. Deberías de haberte transformado. Lo sabes, ¿no?

Volví a ver a los lobos rodeando a su presa, tirada en la nieve. Hocicos ensangrentados, dientes desnudos, gruñidos de anticipación. Uno de ellos, Poché, arrastraba el cuerpo hasta sacarlo del círculo formado por los demás. Lo llevaba entre los árboles caminando erguida, dejando tras de sí un rastro de huellas humanas.

Me di cuenta de que me estaba quedando dormida e hice un esfuerzo por despejarme; no sabía si había respondido a la pregunta de Poché.

—A veces desearía haberlo hecho —le dije.
A miles de kilómetros de mí, en el otro lado de la cama, Poché cerró los ojos.

—A veces, también lo desearía yo.

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