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5 °C

Poché.

Me desperté de repente. Durante un instante me quedé quieta, parpadeando, tratando de averiguar qué me había despertado. Entonces comprendí que no había sido un sonido, sino la sensación de una mano que se apoyaba en mi brazo, y recordé de golpe todo lo que había pasado la noche anterior. Daniela se había dado la vuelta mientras dormía y yo no podía dejar de mirar sus dedos sobre mi piel.

Estaba tumbada junto a la chica que me había rescatado. En aquel momento, el solo hecho de ser humana me pareció un triunfo.
Me puse de lado para observar cómo dormía, cómo su respiración tranquila agitaba los mechones que le caían sobre la cara. Parecía completamente confiada, como si mi presencia no le inquietara lo más mínimo. Para mí, aquello también era una victoria.

Cuando oí a su padre levantarse, me quedé inmóvil, notando cómo se me aceleraba el corazón y dispuesta a saltar del colchón si le veía entrar en la habitación para despertar a su hija. Sin embargo, se marchó a trabajar, dejando tras de sí una vaharada de olor a loción para el afeitado que se coló por las rendijas de la puerta. La madre de Daniela se fue poco después, no sin antes romper algo en la cocina y soltar un taco con una voz que encontré bastante agradable. Me resultó increíble que no echaran un vistazo a la habitación de su hija para comprobar que estaba bien, sobre todo teniendo en cuenta que no la habían visto al llegar. Sin embargo, así fue.

Estaba incómoda con el uniforme de hospital y, además, necesitaba ponerme algo que me protegiera mejor del frío, de modo que me levanté sin esperar a que Daniela se despertase; ella ni siquiera se dio cuenta. Salí al porche trasero y me detuve en seco al ver la escarcha que cubría la hierba del patio. Me había puesto unas botas del padre de Daniela, pero no llevaba calcetines, y el aire helado de la mañana parecía mordisquearme los tobillos. La náusea que presagiaba la transformación empezó a cosquillearme en el estómago.
«Poché», me dije, como si pudiera convencer a mi cuerpo con fuerza de voluntad. «Soy Poché».

Necesitaba abrigarme más, así que volví a entrar en la casa para buscar algo que ponerme. Hacía frío; el otoño ya había comenzado. ¿Por qué no me había transformado en humano durante los meses de calor? En un armario atestado que olía a naftalina y a recuerdos marchitos encontré un anorak azul chillón que me daba aspecto de zepelín; me lo puse y volví a aventurarme en el patio trasero, algo más tranquilo.

El padre de Daniela debía de usar la misma talla de zapatos que el yeti, de modo que me interné en el bosque caminando con tanta gracia como un oso polar en una casa de muñecas.

Hacía tanto frío que mi respiración parecía formar fantasmas en el aire, pero tuve que reconocer lo hermoso que estaba el bosque en aquella época del año, repleto de colores primarios perfectos como el amarillo y rojo de las hojas o el azul del cielo. Eran detalles que, siendo lobaz jamás había percibido. Y sin embargo, mientras caminaba hacia el lugar en el que tenía la ropa, eché de menos todo lo que me perdía por ser humana. Aunque mis sentidos eran más finos de lo normal, no lograba captar el olor de todos los rastros que los animales dejaban en la maleza, ni la humedad que presagiaba un mediodía caluroso.

Cuando era loba, podía percibir la sinfonía industrial de los coches y camiones que viajaban por la lejana carretera, y detectar el tamaño y velocidad de cada uno de ellos. Ahora tan sólo olía el aroma leñoso del otoño, las hojas secas, los árboles casi dormidos, y oía el suave zumbar del tráfico en la lejanía.

Si hubiera sido loba, habría percibido el olor de Shelby mucho antes de verla. Pero no lo era, y ya la tenía pegada a los talones cuando me asaltó la sensación de que había algo cerca. El vello de la nuca se me erizó y tuve la incómoda impresión de que compartía con otra criatura el aire que respiraba. Me di la vuelta y vi su figura, corpulenta para ser una hembra, su pelaje blanco parecía mate y amarillento a la luz del día. Por lo visto, había salido indemne de la cacería. Con las orejas pegadas a la cabeza, examinó mi ridículo aspecto y resopló.

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