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5 °C

Poché.

Mi vida estaba hecha de retazos: domingo tranquilo, café en el aliento de Daniela, la extrañeza de encontrarme una nueva cicatriz en el brazo, el peligroso aroma de la nieve en el ambiente… Dos mundos que giraban en espiral acercándose cada vez más, entrelazando sus órbitas de un modo que nunca habría creído posible.

El recuerdo del día anterior flotaba a mi alrededor en el oscuro olor a lobo que persistía en mi cabello y en las puntas de mis dedos. Me había faltado muy poco para rendirme. Veinticuatro horas más tarde, tenía la impresión de que mi cuerpo seguía luchando.
Estaba agotada.

Me acurruqué en un mullido sillón de cuero e intenté entretenerme con una novela, más dormida que despierta. La temperatura había bajado de repente, y Daniela y yo nos habíamos refugiado en el despacho que su padre nunca usaba. Me gustaba aquella habitación: las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que se alineaban los oscuros lomos de enciclopedias demasiado viejas para tener interés, y trofeos deportivos demasiado antiguos para que nadie les prestara atención. En conjunto, era una estancia pequeña y cálida, una especie de madriguera con sillones de piel, muebles de madera con olor a humo y carpetas apiladas; un lugar en el que sentirse seguro para poder pensar a gusto.

Daniela estaba sentada a la mesa, haciendo un trabajo. Su cabello reflejaba la luz de las lámparas de metal dorado que había en el despacho, en una escena de cuadro antiguo. Me quedé mirándola: su forma de sentarse, con la cabeza inclinada en un gesto de terca concentración, me cautivaba mucho más que el argumento de mi novela.

Me di cuenta de que llevaba ya un rato sin mover el bolígrafo.
—¿En qué piensas?

Ella hizo girar la silla, llevándose el bolígrafo a los labios, y tuve que contenerme para no darle un beso en aquel mismo instante.

—En lavadoras. Pensaba que, cuando me independice, tendré que elegir entre ir a una lavandería todas las semanas o comprar una lavadora. —Me la quedé mirando, fascinada y horrorizada a partes iguales por aquel vistazo inesperado al interior de su mente.

—¿Y eso es lo que te tiene tan distraída?

—No estoy distraída. Estaba dándome unos minutos para descansar de este ridículo cuento que me han mandado leer —se defendió Daniela, inclinándose de nuevo sobre la mesa.

Durante un rato reinó el silencio; Daniela seguía sin posar el bolígrafo en el papel.
—¿Crees que hay alguna cura? —preguntó al fin sin levantar la cabeza. Cerré los ojos y suspiré.

—Ay, Daniela.

—Vamos, háblame de ello —insistió—. ¿Qué te hace ser lo que eres? ¿Tiene una explicación científica, o es magia?

—¿Tanto te importa que sea lo uno o lo otro?

—Pues claro que sí —repuso ella con frustración en la voz—. La magia es algo inconcreto, intangible. La ciencia, sin embargo, podría encontrar una cura. ¿Nunca te has preguntado cómo empezó todo?

—Un día, un lobo mordió a una persona y la persona se contagió de algo — repuse sin abrir los ojos—. No sé si sería ciencia o magia, pero en el fondo da igual. El caso es que no sabemos por qué somos lo que somos.

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