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3 °C

Daniela.

Volví a verla después de aquello, siempre cuando hacía frío. Se presentaba en el lindero del bosque, junto a nuestro patio trasero, y clavaba en mí sus ojos verdes mientras yo rellenaba el comedero de los pájaros o sacaba la basura, pero nunca se acercó. Entre el día y la noche, durante un rato que se hace eterno en el largo invierno de Minnesota, me mecía en el columpio hasta que presentía su mirada. Más tarde, cuando fui demasiado mayor para columpiarme, caminaba hasta más allá del porche trasero y me aproximaba a ella en silencio, con una mano extendida y la cabeza gacha. Sin amenazas. Intentaba comunicarme con ella en su idioma.
Sin embargo, por mucho que esperara, por mucho que me esforzase en llegar hasta ella, siempre se evaporaba en la espesura sin darme tiempo a salvar la distancia que nos separaba.

No me daba miedo. Era grande como para arrancarme del columpio, fuerte como para tirarme al suelo y arrastrarme al bosque. Pero la ferocidad de su aspecto no se correspondía con la expresión de su mirada. Recordaba aquellos ojos de mil tonalidades esmeraldas y me resultaba imposible tenerle miedo. Sabía que jamás me haría daño. Quería que supiera que yo tampoco le haría daño a ella.

Esperé. Esperé mucho tiempo.
Y ella también esperó, aunque yo no sabía por qué. Me parecía que sólo yo quería acercarme.
Sin embargo, ella siempre estaba allí, observando como yo la observaba. Nunca se acercaba a mí, pero tampoco se alejaba.

El juego se repitió sin variaciones durante seis años: la sobrecogedora presencia de los lobos en invierno y su ausencia, aún más sobrecogedora, en verano. No se me ocurrió pensar que había un motivo para aquella intermitencia.

Creía que eran lobos. Simples lobos.

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