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3 °C

Daniela.

—¿Quién podría hacerle algo así a un niño? —dijo mi madre con una mueca. No supe si su gesto se debía a lo que acababa de contarle o al olor a orina y a antiséptico que había en el hospital. Me encogí de hombros y me revolví en la cama, incómoda. No tenía por qué estar en aquel lugar; ni siquiera me habían dado puntos en la herida del brazo. Lo único que quería era ver a Poché. —Debe de estar un poco tocado, ¿no? —continuó mi madre, observando con el ceño fruncido el televisor apagado que había frente a la cama—. Bueno, claro, cómo no iba a estarlo —añadió, sin dejarme tiempo para contestar—. Desde luego. Nadie podría vivir algo semejante y salir indemne. Pobre. Parecía estar pasándolo fatal.

Poché había salido para hablar con una enfermera, y rogué para mis adentros que mi madre cambiase de tema antes de que regresara. No quería pensar en la curva de sus hombros, en la forma antinatural en que su cuerpo se había retorcido como consecuencia del frío.

Por otra parte, esperaba que Poché comprendiese por qué le había hablado de sus padres a mi madre; era la única forma que se me había ocurrido de tapar el verdadero secreto.

—Ya te lo he dicho, mamá: Poché no soporta recordar esa parte de su vida. Es normal que reaccionara así al ver que tenía los brazos ensangrentados; se llama condicionamiento clásico, o algo así. Búscalo en Google.

Mi madre se colocó las manos en los hombros, como si quisiera abrazarse a sí misma.
—De todas formas, menos mal que estaba en casa. Si no llega a ser por ella …

—Sí, claro, yo estaría muerta, etcétera, etcétera. Pero Poché sí que estaba, así que al final no ha pasado nada. ¿Por qué estáis todos tan nerviosos?

Era verdad, no había sido para tanto; casi todas las heridas que me había hecho Shelby se habían transformado ya en feos moratones, aunque mi carne no cicatrizaba tan rápido como la de Poché.

—Porque te falta instinto de supervivencia, Daniela. Actúas como si fueras un tanque: vas arrasando con todo como si nada pudiera detenerte, hasta que te encuentras con un tanque más grande que tú. ¿Estás segura de que quieres salir con una chica que tiene un historial semejante? —Mi madre pareció animarse, muy metida en su papel—. Le podría dar un brote psicótico. Por lo que he leído, es frecuente que ocurran al cumplir los veintiocho, o algo así. Imagínate: convivirías con una persona normal que un buen día amanecería convertido en un asesino en serie. En fin, hasta ahora nunca te he dicho lo que tienes que hacer con tu vida, pero… ¿Y si te pidiera que cortaras con ella?

Aquello sí que no me lo esperaba.
—Te respondería que, dado que no has ejercido de madre jamás, has perdido hace mucho tiempo tu derecho a opinar sobre lo que tengo que hacer —respondí con voz cortante—. Poché y yo estamos juntas. Punto.


Mi madre alzó las manos como si tratara de impedir que la arrollara el tanque Daniela.

Bueno, vale, tienes razón. Pero ten cuidado, ¿eh? Es que… yo qué sé. Voy a buscar algo de beber.

Con aquello, su exhibición de poderío maternal terminó tan repentinamente como había comenzado. Había hecho de madre llevándonos al hospital, observando cómo la enfermera me hacía las curas y previniéndome contra mi novio psicótica, y luego había dado su labor por terminada. Estaba claro que mi vida no corría peligro inmediato y, para mi madre, con aquello era más que suficiente.

Pocos minutos después, se abrió la puerta y entró Poché. A la luz verdosa del hospital se le veía pálida y cansada. No me importó: al menos, era humana.

—¿Qué te han hecho? —le pregunté.

Sus labios se curvaron en una sonrisa desganada.
—Me han vendado una herida que ya se ha curado. ¿Qué le has dicho a tu madre? —inquirió, mirando alrededor.

—Le he contado lo de tus padres y le he dicho que por eso te habías puesto tan rara. Se lo ha tragado todo. ¿Estás bien? ¿Te has…? —No supe cómo terminar la pregunta—. Mi padre ha dicho que está muerta. Me refiero a Shelby.
Supongo que no pudo recuperarse tan deprisa como tú; todo fue muy rápido. —Poché me posó las manos a los lados del cuello y me dio un beso. Luego apoyó su frente en la mía, y vi cómo sus ojos se fundían hasta convertirse en uno solo.

—Voy a ir al infierno.

—¿Cómo?
El cíclope parpadeó.

—Porque su muerte debería apenarme. —La aparté de mí para estudiar su cara; estaba extrañamente inexpresiva. Me quedé sin saber qué decir, pero Poché me agarró las manos y apretó con fuerza. —Sé que debería estar hecha polvo, pero no puedo evitar alegrarme por haber salido de una pieza. No me he transformado, tú estás bien y, por el momento, la muerte de Shelby significa que tengo una cosa menos de la que preocuparme. Estoy como… borracha.

—Mi madre cree que te falta un tornillo —le informé.

Poché me besó otra vez, cerró los ojos y luego volvió a rozar mis labios con los suyos.
—Tiene razón. ¿Quieres salir corriendo? —No supe si se refería a marcharnos del hospital, o a que yo huyera de ella.

—¿María José Garzón? —dijo una enfermera desde la puerta—. Puedes quedarte aquí si lo prefieres, pero tendrás que sentarte para que te ponga una inyección.

Como yo, Poché tenía que someterse a un tratamiento contra la rabia; era obligatorio para todos los pacientes que hubieran sufrido el ataque de un animal salvaje. Por desgracia, no podíamos contar a los médicos que Poché conocía perfectamente al animal salvaje en cuestión, y que lo que padecía no era rabia sino pura mala leche. Me moví para dejarle sitio a Poché en el colchón, y ella se sentó sin dejar de mirar la jeringuilla que la enfermera tenía en las manos.

—No mires la aguja —le aconsejó la enfermera mientras le retiraba la manga ensangrentada para descubrir el brazo.

Poché apartó los ojos y me miró; pero tenía la mirada perdida, como si estuviera en otra parte. Observé cómo la enfermera clavaba la aguja y apretaba el émbolo, y jugué a imaginar que aquella inyección era una cura para Poché, una dosis de verano líquido en vena.

Una segunda enfermera asomó la cabeza en la habitación.
—Brenda, ¿has terminado? —preguntó—. Creo que te necesitan en la trescientos dos. Hay una chica que tiene una crisis nerviosa.

—Estupendo —repuso Brenda con sarcasmo—. Bueno, esto ya está. —Me miró y agregó—: En cuanto termine con el papeleo, se lo daré a tu madre.

—Gracias —le dijo Poché, y me cogió de la mano.

Salimos juntas al pasillo y, durante un curioso momento, me sentí de vuelta en la noche en que nos habíamos conocido, como si no hubiera pasado el tiempo.

—Espera —le pedí a Poché al pasar junto a la sala de espera de urgencias. Recorrí la estancia con la mirada, pero no vi lo que buscaba.

—¿Qué pasa?

—Antes me pareció ver a la madre de Olivia —dije, repasando de nuevo las caras que se alineaban junto a las paredes. Todas eran desconocidas. Miré a Poché: tenía los orificios nasales dilatados como si estuviera olfateando y había fruncido el ceño, pero no dijo nada. Al llegar a la salida, vimos que mi madre nos esperaba junto a la puerta con el coche en marcha; no era consciente del favor que le había hecho a Poché, pero se lo agradecí en el alma.

Más allá del coche se arremolinaban cientos de copos de nieve diminutos, como si tejieran una malla de frío invernal. Poché tenía los ojos fijos en los árboles que había al fondo del aparcamiento, apenas visibles bajo la luz de las farolas. Supuse que estaría pensando en el frío que se colaba por las rendijas de la puerta, o en el cuerpo muerto de Shelby, que ya nunca recuperaría la forma humana, o tal vez, igual que yo, en una jeringuilla imaginaria llena de verano líquido.

Temblor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora