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–9° C

Daniela.

Sin mi loba no había Navidad. Siempre había estado conmigo en aquellas fechas, una presencia silenciosa que esperaba en el lindero del bosque. Me había acostumbrado a acercarme de vez en cuando a la ventana de la cocina, con las manos olorosas a jengibre, nuez moscada, abeto y tantos otros aromas navideños, para sentir su mirada. Y entonces levantaba la vista y veía a Poché entre los árboles, sus ojos esmeralda fijos en mí.

Aquel año no era así. Me acerqué a la ventana de la cocina, con las manos olorosas a jabón. No
tenía sentido ponerme a preparar dulces navideños o a decorar el árbol; en veinticuatro horas me iría de viaje con Rachel durante dos semanas. Pensábamos ir a una playa de Florida, lejos de Mercy Falls y del bosque de Boundary. Lejos de aquel vacío.

Lavé la taza que acababa de usar, demorándome en aclararla bien, y por milésima vez en aquel invierno levanté la mirada hacia el bosque.
Sólo se veían árboles grisáceos, cuyas ramas cargadas de nieve se recortaban en el pesado cielo invernal. El único punto de color era un pajarillo rojo –un cardenal– que aleteaba junto al comedero. Picoteó la bandeja vacía y luego se alejó hasta convertirse en una manchita escarlata sobre el cielo blanco. Observé el liso manto de nieve que cubría el patio: ni una huella. No me
apetecía salir, pero tampoco quería que el comedero se quedara vacío mientras yo estaba de viaje. Saqué la bolsa de alpiste del armario del fregadero y me puse el abrigo, el gorro y los guantes. Luego fui a la puerta trasera y la abrí.
El aroma del bosque invernal me asaltó, transportándome a tantas otras navidades en las que las cosas aún me importaban. Sabía que estaba sola, pero no pude evitar estremecerme.

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