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3 °C

Poché.

Los padres de Daniela estaban en casa.
—Nunca están a estas horas —dijo Daniela con evidente exasperación. Y, sin embargo, estaban. Al menos, eso indicaban sus automóviles: el Taurus de su padre, del que la luna arrancaba reflejos plateados y azules, y, delante de él, el pequeño Volkswagen Golf de su madre.—Ni se te ocurra decir que ya me habías avisado —me advirtió Daniela —. Entro, veo dónde están y salgo en un minuto para que me informes.

—Para informarme tú a mí, en todo caso —puntualicé, tensando los músculos para evitar los temblores. Seguía estremeciéndome, no sabía si por los nervios o por el recuerdo del frío.

—Sí, eso —respondió Daniela, apagando los faros—. Lo que sea. Vuelvo enseguida.

La observé correr hacia la casa y me acomodé
en el asiento. Me costaba creer que estuviese ocultándome en un coche, en medio de una noche gélida, a la espera de colarme en la habitación de una chica para dormir con ella. Y no cualquier chica, sino la Chica. Daniela.

Daniela salió por la puerta principal y se puso a gesticular. Me hizo falta un momento para comprender lo que me quería decir: que apagara el coche y entrara. Me apeé lo más rápido que pude y corrí sin hacer ruido hasta la entrada; el frío parecía mordisquearme las zonas de piel expuestas al aire. Sin darme tiempo a recuperar el aliento, Daniela me metió en la casa de un empujón, cerró la puerta y echó a andar decididamente hacia la cocina.

—Me he olvidado de la mochila —anunció en voz alta, asomando la cabeza. Sus padres contestaron algo que no oí, y aproveché el ruido de su conversación para colarme en la habitación de Daniela y cerrar la puerta. Por suerte, la casa estaba bastante caldeada. Aún notaba los músculos agarrotados por haber estado fuera, y tenía aquella odiosa sensación de estar entre dos mundos, de no ser ni lo uno ni lo otro.

El frío me había dejado exhausta y, como no sabía cuánto tiempo estaría Daniela hablando con sus padres, me metí en la cama sin encender la luz. Apoyé la espalda en las almohadas y me froté los pies para hacerlos entrar en calor mientras escuchaba la voz de Daniela, que llegaba amortiguada desde el pasillo. Estaba charlando con su madre sobre una comedia romántica que ponían en la televisión. Ya me había dado cuenta de que Daniela y sus padres no tenían problemas para conversar sobre temas intrascendentes. Parecían tener una capacidad inagotable para hablar amigablemente de nada en particular, pero lo cierto era que nunca los había oído decirse nada importante.

Acostumbrada a mi vida en la manada, aquello me resultaba muy extraño. Desde que Beck me había adoptado, aquella extraña familia me había arropado, a veces incluso en exceso, y Beck me había prestado una atención sin reservas cada vez que yo lo necesitaba. Nunca me había sentido un privilegiado, pero ahora empezaba a darme cuenta de lo mimada que me tenían.

Todavía sentada en la cama, oí que el picaporte bajaba lentamente. Me quedé congelada, y sólo recuperé el aliento cuando reconocí el sonido de la respiración de Daniela. Ella cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la ventana.
Sus dientes relucieron en la penumbra.

—¿Estás aquí? —susurró.

—¿Dónde están tus padres? ¿Han ido ya a por el rifle para echarme de esta casa? —Daniela guardó silencio. Sin la guía de su voz, me resultaba imposible distinguirla. Iba a decir algo para deshacer aquel incómodo momento, pero ella se me adelantó.

—No. Están arriba. Mi madre se ha empeñado en que mi padre pose para ella y le está haciendo un retrato. Puedes ir al baño para lavarte los dientes, pero date prisa. Si cantas en falsete, creerán que soy yo. —La voz se le había endurecido al decir «mi padre», pero no supe por qué.

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