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9 °C

Daniela.

Aquella semana se confundió en un collage de imágenes cotidianas: el aparcamiento del instituto, la silla vacía de Olivia en clase, el aliento de Poché rozándome el oído, las huellas de lobo en la escarcha que cubría nuestro patio trasero por las mañanas. Para cuando llegó el sábado, me sentía impaciente por la espera de algo que no podía identificar. La noche anterior, Poché había tenido una pesadilla y no había dejado de moverse; al despertar, tenía un aspecto tan deplorable que esperé a que mis padres salieran -habían quedado a comer con unos amigos- y le dije que se tumbara en el sillón en vez de proponerle salir.

Acurrucada en el hueco de su brazo, miré cómo Poché cambiaba de canal. Sólo parecía haber telefilmes, de modo que al final optamos por uno de ciencia ficción cuyo presupuesto debía de haber sido menor que el mío cuando compré el Bronco. Cuando Poché se decidió al fin a decir algo, la pantalla estaba llena de tentáculos de plástico.

-¿Te molesta que tus padres sean como son?

Metí la nariz bajo su brazo. Me encantaba cómo olía allí; era puro Poché.

-No quiero hablar de ellos.

-Pues a mí me gustaría hacerlo.

-Ah, ¿y por qué? ¿Qué quieres que te diga? Me conformo. Mis padres son como son y a mí me vale con eso.

Poché me buscó la barbilla y me la levantó con suavidad.
-No, no te vale, Daniela. Llevo metido en esta casa no sé cuántos días ya. He visto cómo son, y no me parece que tú estés contenta.

-Son como son. Nunca se me ocurrió pensar que los padres de los demás fuesen diferentes hasta que empecé a ir al colegio, hasta que empecé a leer. De todos modos, no pasa nada, Poché, de verdad. -Noté que me ponía colorada. Levanté la barbilla para sacarla de su mano y miré hacia el televisor, donde un coche se hundía en una ciénaga.

-Daniela -murmuró Poché; estaba muy quieta, como si, por una vez, fuera yo el animal salvaje que podía huir al menor movimiento-. Daniela, conmigo no te hace falta fingir.

Observé cómo algo viscoso aplastaba el coche con todos sus ocupantes; el volumen del televisor estaba tan bajo que resultaba difícil saber qué sucedía, pero me dio la impresión de que sus restos se convertían en tentáculos. En segundo plano se veía a un tipo que paseaba con un perro sin darse cuenta de nada. ¿Cómo podía no darse cuenta?

No me hizo falta mirar a Poché para darme cuenta de que me seguía mirando en lugar de atender a la televisión. Me pregunté qué esperaba que dijera. En realidad, no tenía nada que decir. La forma de ser de mis padres no era un problema; mi vida era así, punto.

Los tentáculos empezaron a reptar por el suelo para unirse al monstruo original. Sin embargo, no iban a lograrlo; el monstruo había perecido bajo el fuego en Washington, y ya no era más que un montón de gelatina carbonizada. Los tentáculos recién nacidos tendrían que asolar el mundo por su cuenta y riesgo.

-¿Por qué no consigo que me quieran más? -¿Era yo quien acababa de pronunciar aquellas palabras? No reconocí mi tono de voz. Poché me rozó la mejilla con las yemas de los dedos, pero no había lágrimas en ella. No tenía ninguna gana de llorar.

-Dani, tus padres te quieren. El problema es su forma de ser, no la tuya.

-Lo he intentado todo. Nunca me meto en problemas. Saco buenas notas. Joder, hasta les preparo la comida cuando están en casa, lo cual no ocurre casi nunca... -definitivamente, no era yo quien hablaba: yo nunca decía tacos-. Y casi me muero dos veces, pero ni siquiera así empezaron a hacerme más caso. No es que quiera que estén todo el día haciéndome fiestas; sólo aspiro a que algún día, no sé, que me... -no pude terminar la frase; no sabía cómo hacerlo.

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