15 °C
Poché.
Hay días cuyas partes parecen encajar como las piezas de una vidriera, cien cristales diminutos de colores y significados distintos cuya combinación da lugar a una imagen completa. Para mí, las veinticuatro horas anteriores habían sido así. La noche en el hospital era una de las piezas, de un verde enfermizo y parpadeante. Las oscuras horas de la madrugada en la cama de Daniela formaban otra, empañada y púrpura. Luego venía el frío azul de la visita a mi otra vida hecha aquella mañana y, al fin, la pieza resplandeciente y clara de nuestro beso.
La pieza que nos tocaba vivir en aquel momento transcurría sobre los raídos asientos de un Ford Bronco, en el desastrado aparcamiento de un negocio de coches usados que había a las afueras del pueblo. Era como si la imagen de la vidriera estuviera apareciendo lentamente para mostrarme algo que nunca había creído posible tener.
Daniela rozó el volante del Bronco con gesto pensativo y me miró.
—¿Jugamos a las veinte preguntas?
Yo estaba repantigada en el lado del pasajero, disfrutando con los ojos cerrados del sol que entraba por el parabrisas. Me sentía bien.
—¿No deberías estar viendo otros coches? Siempre había pensado que para comprar algo hace falta... no sé, ir de compras.—No se me da bien ir de compras —contestó Daniela —. Cuando veo lo que me hace falta, lo cojo y ya está. —Le respondí con una carcajada. Empezaba a ver hasta qué punto aquella afirmación resumía el carácter de Daniela. Entrecerró los ojos fingiendo irritación y se cruzó de brazos. —Bueno, empiezo con las preguntas. Que conste que tienes que contestarlas obligatoriamente.
Recorrí el aparcamiento con la mirada para asegurarme de que el dueño del negocio todavía no había regresado con la grúa y el coche de Daniela; en Mercy Falls, la grúa y el concesionario de automóviles de segunda mano eran dos facetas del mismo negocio.
—Vale. Pero no me pongas colorada.
Daniela se acercó a mí, la palanca de cambios estaba en el salpicadero y el asiento delantero era un banco corrido, y se acomodó imitando mi postura. Intuí que aquélla era, en realidad, la primera pregunta: su pierna contra mi pierna, su hombro contra el mío, su zapato cuidadosamente acordonado posado en la gastada piel de mi bota. Mi corazón se desbocó por toda respuesta.
Daniela empezó a hablar con tono práctico, como si no supiera los efectos que su proximidad tenía en mí.
—Quiero saber qué te convierte en loba.Ésa era fácil.
—Las temperaturas bajas. Cuando las noches son frescas y los días aún cálidos, noto la cercanía de la transformación, y después, al aumentar el frío, me vuelvo loba y continúo así hasta la siguiente primavera.—¿A los demás les pasa lo mismo?
Asentí.
—Cuanto más tiempo pasas siendo lobo, más calor te hace falta para recuperar la forma humana. —Me interrumpí un momento: no sabía si aquél sería un buen momento para decírselo—. Nadie sabe cuántos años dura esa serie de transformaciones. Varía en cada caso.Daniela me miró con atención; sus ojos mostraban la misma expresión que cuando me había mirado de niña, tendida en la nieve. Sus pensamientos seguían siendo tan enigmáticos para mí como en aquella ocasión. Esperé su siguiente pregunta, sintiendo que me faltaba el aire; por suerte, optó por cambiar de tema.
—¿Cuántos sois?
No supe qué decir, porque muchos habían dejado de transformarse hacía tiempo.
—Unos veinte -dije al fin.
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Temblor
WerewolfCuando el amor te hace temblar en otoño, es mejor que el invierno no llegue nunca: las primeras nevadas pueden arrebatarte a quien más deseas. Hace años, Daniela estuvo a punto de morir devorada por una manada de lobos. Inexplicablemente, uno de ell...