31

266 24 1
                                    

11 °C

Poché.

Desde el momento en que me permití pensar que tal vez Beck conservara la forma humana, la idea me obsesionó. Aquella noche apenas pude dormir; no hacía más que pensar en cómo localizarle. Ni siquiera estaba segura de que hubiera sido él: cualquier miembro de la manada podría haber recogido el correo o comprado la leche. Sin embargo, deseaba tanto verle que no podía quitármelo de la cabeza.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Daniela y yo charlamos sobre sus deberes de matemáticas –que a mí me parecían un galimatías incomprensible –, sobre la hiperactividad de su amiga Rachel y sobre si las tortugas tenían dientes, pero en el fondo yo no hacía más que pensar en Beck.

Dejé a Daniela en el instituto y, por un momento, intenté convencerme a mí misma de que no servía de nada ir a la casa de Beck.
B

eck no estaba allí, ya lo había comprobado.
Pero que yo volviera para echar otro vistazo no iba a hacer mal a nadie…

Durante el trayecto, seguí reflexionando sobre lo que Daniela había dicho acerca de la luz de la casa y la leche en la nevera. Si encontraba a Beck allí, me liberaría de la responsabilidad de controlar a Jack, y de la abrumadora sensación de ser el último humano de la manada. Incluso aunque la casa estuviera desierta, podía hacerme con un poco más de ropa y con la otra traducción de Rilke, y pasearme un rato por las habitaciones olfateando viejos recuerdos.
Pensé en cómo éramos hacía tan sólo tres años, cuando los miembros de la manada aún eran jóvenes. Entonces, la primera caricia de la primavera bastaba para hacernos recuperar la forma humana. La casa se llenaba de gente: Paul, Shelby, Ulrik, Beck e incluso Salem, desequilibrado siempre en cualquiera de sus formas. La locura que era nuestra existencia parecía algo normal si la compartíamos.

Moderé la velocidad para tomar el desvío que llevaba a la casa. El corazón se me desbocó cuando vi un coche entrando en el jardín, y volvió a calmarse al comprobar que se trataba de un todoterreno que no conocía. Las luces de freno proyectaban un resplandor rojizo a la luz plomiza del día. Abrí la ventanilla para olfatear y, antes de que me diera tiempo a captar ningún olor, oí cómo la puerta del lado opuesto del coche se abría y se cerraba. Y entonces, un soplo de brisa me trajo el olor del conductor, un aroma limpio con toques de humo. ¡Era Beck! Aparqué el Bronco, salté a la calle y sonreí de oreja a oreja al verle aparecer tras el morro del coche.

Él me miró con los ojos muy abiertos, pero enseguida esbozó aquella sonrisa espontánea que tantas veces había visto en su cara.

—¡Poché! —Percibí algo extraño en su voz, sorpresa tal vez: su sonrisa se ensanchó—. ¡No sabes cuánto me alegro de verte así! —Me dio un abrazo y me acarició la espalda con su estilo característico, cariñoso pero sin llegar a ser sobón. Beck sabía cómo ganarse a la gente; no en vano era un abogado de prestigio. Parecía más grueso que la última vez que lo había visto, pero enseguida me di cuenta de que no había engordado. En realidad, llevaba varias camisas superpuestas bajo el abrigo para conservar el calor; distinguí los cuellos de tres, pero debía de llevar alguna más. —¿Por dónde andabas?

—Pues… —estuve a punto de contarle en dos palabras lo del disparo, cómo había conocido a Daniela y mis sospechas sobre Jack, pero me contuve. No sé por qué. No es que desconfiara de Beck, cuyos ojos azules me miraban con ansiedad; lo que me hizo callar fue otra cosa, un olor tenue pero familiar que hacía que los músculos se me tensaran y la lengua se me quedara pegada al paladar. No sabía qué me estaba pasando, pero aquello era algo extraño. Inesperado. Mi respuesta fue más cauta de lo que pretendía. —Por ahí. Apenas he venido a casa. Tampoco tú has estado por aquí, ¿verdad?

Temblor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora