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–9° C

Poché.

La miré.
Yo era una fantasma del bosque, silenciosa, inmóvil y fría. Era la encarnación del invierno, una criatura hecha de viento helado. Me detuve cerca del lindero, donde los árboles empezaban a espaciarse, y olisqueé el aire. En aquella época
del año, casi todos los olores estaban muertos; sólo quedaba el aroma de las agujas de pino, el almizcle de los lobos, la dulzura de la chica. Nada más.

La chica se quedó en el umbral, envuelta en el vaho de su respiración. Observaba los árboles; pero yo era invisible, intangible, nada excepto dos ojos en el bosque. Las ráfagas de viento me traían una y otra vez su olor, me hablaban de recuerdos de otra vida en un idioma ajeno. Hasta que al fin, al fin, la chica bajó del porche y dejó la primera huella en la nieve del patio.

Me quedé quieta. Estaba allí mismo, casi a su alcance y, al mismo tiempo, a mil kilómetros de distancia.

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