Capítulo 8

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VIII

 “¡Diez dragones a que se corta un dedo!”

Los hombres aplaudieron al son de los cánticos y el vino. Anguy de las Marcas extendió su palma izquierda sobre la mesa, con la derecha tomó el cuchillo que su oponente le había dado y comenzó a esquivar  cada uno de sus dedos de una puñalada letal.  El sonido de la música pareció animar a los  caballeros y conforme Anguy aceleró la velocidad de las estocadas, los hombres comenzaron a gritar, brindando por los siete y la audacia del joven escudero.

“Está loco” sentenció Hendry el Tímido, sentado al fondo de la mesa con una sirvienta sobre las piernas. La muchacha era hermosa, pero no debía ser más que una puta de la ciudad que había llegado hasta el torneo sólo para llenarse los bolsillos con monedas. Para su suerte, Hendry había ganado muchas con sus apuestas. “¡Salud!” vociferó alzando la copa y sorbiendo el brebaje, para luego clavar sus ojos en los rebosantes pechos de la mujer. Raaf el Sonriente le contemplaba en silencio, bebiendo su vino sin emitir ruido alguno, aunque era de lo más normal. “Deberías alégrate y brindar” repuso el joven de Montenegro a otro de los comensales de la mesa, que al igual que Raaf, se había mantenido la margen de toda celebración.

¿Pero qué debía celebrar? El muchacho sabía que no había ninguna razón que alegraría su estadía  en la capital del reino. Beric Dondarrion había perdido en las justas y la única victoria había llegado a manos de Anguy, el joven arquero de las Marcas que había sorprendido a todos con su destreza, aunque el premio que había ganado ya se lo había gastado en apuestas y bebida.

No, no había nada que celebrar menos en un lugar como aquel. Arthur Dayne clavó los ojos en la multitud; parecía que todos los blasones del reino estuviesen presentes en ese salón, especialmente aquellos que tanto odiaba. El ciervo de los Baratheon pendía de las cuatro paredes, así como el león de los Lannisters que parecía doblar el número de los emblemas de la casa del rey; uno que otro lobo huargo de los Starks y  las flores de la casa Tyrell, así como decenas de otros colores que alguna vez se habían revelado ante la corona. ¿Es que acaso todos olvidaban? Había accedido a ir hasta la capital solo porque su padre se lo había pedido, con la esperanza de que por fin pusiesen en su lugar a Tywin Lannister, pero nada bueno había salido de su  visita a Desembarco del Rey.

Todos aplaudieron cuando  el joven finalmente dio con su meñique y la sangre comenzó a emanar, a borbotones.  A Edric casi se le escapó el vino por la nariz, sentado  cerca del grupo de dornienses, cuando los hombres volvieron a  brindar a viva voz por el pobre arquero. Toda la mesa brindó al unísono, todos a excepción de Arthur.

“Deberías disfrutar de los juegos, primo” la voz de Edric era la de un niño, por lo que era difícil imaginárselo como su señor, pero era algo a lo que Arthur se había acostumbrado con el pasar de los años. El niño de trece sostenía una nueva copa con más vino. ¿Cuántas llevaría? Las mejillas estaban encendidas y los ojos azules brillaban resplandecientes “¡Salud!”

Todos los hombres se volvieron al señor de Campoestrella y brindaron una vez más.

“No creo que sea el mejor lugar…”advirtió Arthur contemplando a todos los presentes. A donde observaba, podía distinguir rostros fieles a la corona, todos unos traidores “Será mejor que dejes esa copa, Edric”

Uno de los hombres que había estado animando a Anguy volteó a contemplarles, con oscuros ojos púrpuras. A pesar de que los años habían pasado, Lord Allaric Dayne lucía tan fiero como cualquiera de los hombres que había llegado consigo a la capital.  Durante la jornada de las justas, varios nobles se habían vuelto a saludarle, ya que después de todo, su casa tenía un renombre que trascendía generaciones. Pero Arthur estaba seguro que no todos estaban contentos con verlos allí, especialmente los Lannisters.

A Lannister DebtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora