Capítulo 22

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XXII

La taberna, si es que podía considerarse una, consistía en un par de mesas regadas por aquí y por allá, una barra donde al menos cinco hombres ebrios de distintos lados de la región bebían con paciencia sus brebajes, y algunas mujeres, algunas más bellas que otras, caminaban como gacelas entorno a las mesas que estaban ocupadas. Una escalera conducía con el segundo piso del lugar, de dónde iban y venían clientes, algunos satisfechos, otros simplemente deseosos de encontrar una nueva compañera. El jolgorio que reinaba en el lugar era compartido por la mayoría de los clientes, especialmente por un grupo de guardias que se ubicaba casi al final del recinto, todos con copas en la mano brindando a diestra y siniestra. Los platos de carne especiada habían desaparecido en cuanto las meseras habían llegado con enormes bandejas, y si seguían bien la cuenta, debían de llevar casi un tonel de vino bebido, sólo en esa, aunque nadie llevaba claramente la cuenta.

Salvo tal vez, por una persona. La luz era tenue, y con el movimiento del segundo piso, los toscos candelabros se mecían como columpios, como si estuviesen en un barco en medio del desierto. Los ánimos de la fiesta eran palpables en el aire, y aunque todos brindaban por haber emprendido el añorado viaje de regreso hasta las toscas cumbres en las Montañas Rojas, había sólo una persona que prefería la capital de la región a un lugar perdido en medio del desierto. En Lanza del Sol había tenido que seguir nuevamente las órdenes de Doran Martell, pero siempre había algo más interesante que hacer en las calles de la ancestral ciudad, más al menos que en un lugar perdido en las montañas. Pero su deber estaba en Ermita Alta, y hasta que no hubiese un cambio en la línea de sucesión, sería él el que estuviese a cargo de aquella fortaleza. ¿Por qué no dejarle el trabajo a su hermano menor? Muchas veces lo había considerado, y aunque bien poco le importaba ostentar un título, era en lo único que le había favorecido en años. Su padre le había entrenado como un caballero, pero nunca como un señor, por lo que Gerold Dayne veía absurdo tener que tomar el mando de su hogar y cumplir el papel para el que realmente había nacido. Si no quería ser un señor, ¿por qué entonces lo intentaba? Simplemente para fastidiar a su padre, a su hermano menor y por supuesto, al príncipe de Dorne.

Volvió a beber vino de su copa, aunque a diferencia de los compañeros de viaje- muchos de los cuales había adquirido en el camino y que realmente no necesitaba- bebía con mesura y saboreaba aquella cepa que tanto recordaba a los veranos en Campoestrella. Varios toneles llegaban durante la mejor temporada, y su tío Arthur más de alguna ocasión compartió una copa con su sobrino mayor. ¡Cómo hubiese deseado que ese hombre fuese su padre en vez de Allaric! Pero Arthur también había sido un estúpido, que había seguido a su rey hasta la muerte... y ¿los traidores? Ellos aún seguían en pie, vivos, respirando. ¿Había soñado con la gloria? Sólo cuando había sido un adolescente, cuando batallaba en el patio de armas en Campoestrella cuando el castellano le corregía o cuando su padre personalmente le entraba para ser mejor caballero de lo que él alguna vez había sido, pero pronto los deseos de gloria se había desvanecido. ¿De qué servían en ese mundo? De nada en particular, ya que por más que Arthur Dayne hubiese sido considerado como uno de los mejores caballeros que los Siete Reinos habían visto, a nadie le había importado su muerte. La gloria era para los fantasmas, los héroes caídos; él estaba vivo y no la necesitaba.

"¡Salud por el príncipe Doran y las mujeres dornienses!" uno de sus guardias, uno que era originario de Ermita Alta le miró con una sonrisa en el rostro, alzando la copa. Gerold alzó la suya y no asintió, aunque bebió una vez más ese dulzón vino. "¡No hay mejores mujeres que las de Dorne!"

En eso no se equivocaba. Gerold las conocía a todas; no había mujer en Ermita Alta que no hubiese pasado por sus aposentos, aunque si tenía un gusto refinado. No debían ser ni muy jóvenes ni muy viejas, todas distintas, exóticas, nada parecido a lo que era él. Sabía que gracias a sus rasgos y complexión física recibía mucha atención; más de alguna vez cuando pequeño se había preguntado si por alguna extraña razón eran los Dayne descendiente de los reyes dragón, aunque sólo había sido una estúpida pregunta que había quedado en el olvido. Sabía que muchas mujeres podían estar interesadas en él, aunque no había ninguna que realmente ocupase sus pensamientos; aunque no pensaba en ponerse una capa blanca sobre los hombros, tampoco planeaba convertirse en esposo o padre. No buscaba el amor, como algunos hombres hacían; eso sólo los volvía más débiles, y ese era el momento en que se replanteaban las cosas. Para Gerold solo existía algo que pudiese valer la pena en su existencia, y eso era luchar. Había crecido con las historias de la rebelión del Usurpador, pero nunca realmente había estado envuelto en un embrollo de tales proporciones, aunque auguraba de alguna manera poder estarlo. ¿Le daba miedo la muerte? Sabía que muchas veces se jugaba el cuello, especialmente cuando el aburrimiento le invadía y llegaba la hora de fastidiar a las personas que no le caían bien, pero había cierta gracia en ello, algo tan empalagoso como aquel vino dorniense, que simplemente le ligaba a andar metido en líos.

A Lannister DebtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora