Capítulo 32

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XXXII

Si hubiese tenido lengua, habría protestado pero las palabras se le quedaban agolpadas en la garganta y sus ojos eran lo único que expresaban algo de lo que pensaba, aunque había muchas veces en las que tenía que asentir con la cabeza sin que los motivos le gustasen. Aquella era una de esas veces.
Raaf el Sonriente miró a su señor con el ceño fruncido, aunque esa expresión no se la sacaba del rostro, salvo si tuviese una puta delante de él. Sus ojos eran claros, pero parecían más oscuros de los que realmente eran, tal vez porque estaban ensombrecidos por las ojeras que se había ganado con el pasar de los años, o tal vez porque esa era su usanza. Su cabello rubio lo llevaba corto y disparatado, como si intentase cubrir los signos de la amenazante calvicie que esperaba apoderarse de él, aunque no fuese algo que particularmente le afectara. La barba y los bigotes eran tupidos del mismo color, y su frente siempre estaba arrugada, tal vez por el calor, tal vez porque estaba molesto.

El desierto lo conocía como la palma de su mano, lo había recorrido desde su primer día en Los Siete Reinos, cuando aquella galera lo había traído de las lejanas tierras de Lys junto a un grupo suculento de esclavos. Nunca había imaginado estar en lugar como aquel, pero se había acostumbrado a ver las desiertas dunas, el horizonte y los espejismos; se había curtido bajo el abrasador sol dorniense, y aunque alguna vez sus raíces le hacían remontado a Pentos, aquellos parecían haber quedado enterrado en el pasado. Sólo había llegado a Dorne por designio de los dioses, como solían decir los westerosi. Él no creía en ningún dios, ni siquiera en el dios rojo que su familia alguna vez había creído. Sólo había llegado a esas lejanas tierras porque el mar había enloquecido, destrozando la galera en la que viajaba junto a cientos de esclavos hasta que le habían encontrado un barco de la corona. Desembarco del Rey nunca le había gustado, por lo que pronto se había hecho de un par de pertenencias y algo de comida robada, se había marchado a los confines del sur, allí donde decían que las manos del rey estaban muy alejadas. Había caminado por días, semanas hasta que había llegado a las tierras dornienses, donde le habían capturado luego de encontrarle merodeando cerca de las cuevas en las montañas.

Ser Allaric Dayne le había dado una oportunidad, pues aquel señor no gozaba matar a la gente como su hijo mayor en el futuro haría, por lo que comenzó a trabajar, como de porquerizo y poco a poco escalando. Había sido aquel propio señor el que le había enseñado a cómo blandir una espada, pues sus hijos eran aún retoños cuando Raaf había llegado a las puertas de Ermita Alta, y aunque nunca le habían tratado con demasiado cariño, al menos si había conseguido el respeto de su señor. De vuelta en Lys, no había muchas cosas para él más que la vida de esclavo, pero Dorne al menos ya no era uno ya que la esclavitud estaba prohibida. Tenía un techo donde descansar todas las noches, comida y la seguridad de que no volverían por él.

Si Arthur Dayne no se lo hubiese pedido, Raaf nunca habría cabalgado durante día y noche, pero decía hacerlo. Nunca se había sentido a gusto con Estrellaoscura y el menos de los Dayne siempre había sentido una especie de simpatía por el lyseno, por lo que Raaf siempre había optado por seguirlo a él. Aún podía recordar todas las veces que Ser Allaric le había encargado una misión, nunca nada que pudiese ser considerado como deshonroso. Él había sido un gran hombre, el más honorable de toda su familia y de cierta forma, Raaf se sentía a gusto con el carácter afable de su señor. No había muchas cosas que necesitase en la vida, más que un cómodo lugar para dormir y monedas de oro a su disposición, y aquello todo se lo habían proporcionado en Ermita Alta. Se había hecho un lugar en medio de aquel grupo peculiar de caballeros y escuderos, todos tan distintos unos de otros. Gar Bronzesinger se había molestado en enseñarle las artes de la lucha, al menos las que se practicaban en las lejanas tierras de las que provenía el pirata; Hendry el Tímido le había mostrado todos los burdeles que existían a la redonda, instruido en las artes del encantamiento de las mujeres, aunque Raaf nunca pudo decir palabra alguna de aquello. Anguy de las Marcas solía contarle las historias más extraordinarias, aunque el lyseno sospechase que la mayoría era sólo invención del bastardo de Limonar, aunque aquellas valían la pena ser escuchadas. Nunca en su vida había encontrado un grupo de camaradas como aquellos, todos procedentes de los lugares más recónditos de los Siete Reinos, todos con historias que contar. Raaf hubiese deseado tener lengua para contar la suya; sus camaradas siempre bromeaban en frente suyo respecto a su procedencia, como si él no estuviese allí, aunque realmente nunca se sentía mal al respecto. Gar había dicho que a Raaf le habían cortado la lengua porque debía demasiado dinero en los burdeles de Lanza del Sol, y que por orden del mismísimo príncipe Doran. Anguy, quien siempre prefería las historias más complicadas, decía que alguna vez Raaf había sido un reconocido bardo en las Ciudades Libres y que al haber cantado canciones obscenas a la mujer de uno de los señores más grande de aquella isla, el lyseno había perdido la lengua. Hendry incluso aseguraba que el propio Raaf se la había quitado, en un arranque de locura cuando su mujer se había escapado con otro, y aunque aquellos cuentos siempre le habían entretenido, ninguno acertaba con la realidad. La verdad era que ninguno de sus camaradas, ni siquiera el propio Arthur Dayne sospechaba la verdadera razón por la que Raaf había perdido el habla, y él esperaba que eso siempre fuese un secreto.

A Lannister DebtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora