Capítulo 1: Timón

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"El hombre solitario es una bestia. O un dios"

Platón


Platea, enero de 490 a.C.

No sabía por qué corría, pero lo hacía. Llevaba puesto su equipo completo: casi treinta kilos de bronce sobre su cuerpo, y corría. Era consciente de que no estaba huyendo, estaba atacando. Corría como desbocado, solo, hacia una línea interminable de enemigos persas. Sentía la respiración acelerada, inhalando grandes cantidades de aire por la nariz y expulsándolo por la boca con fuertes soplidos. El sonido del aire al salir de sus pulmones retumbaba dentro del casco y le aturdía los oídos. Le pareció extraño el no sentir ningún tipo de cansancio y se dio cuenta de que podría correr de esa manera por siempre, si así lo quisiera. De pronto, su visión del mundo que lo rodeaba se volvió negra. Ningún sonido le llegaba a sus oídos. Dudó. No sabía si seguía con vida o si se había desmayado; tal vez lo hubieran herido. 

     Abrió los ojos y el mundo cobró caótica vida. Sus hermanos hoplitas luchaban junto a él contra la línea enemiga y volvía a escuchar de manera clara los sonidos de batalla que tan bien conocía. Los gritos de dolor de cientos de hombres inundaron el aire, acompañados por choques de espadas y escudos, insultos, órdenes. Sintió sus sentidos amplificados. Descargó su lanza con potencia directo al pecho de un persa y este salió volando varios metros hacia atrás, muerto al instante. Su fuerza era descomunal. Distinguió otro sonido que nada tenía que ver con una típica batalla, y un olor: ruido de agua... olas, rompiendo cerca de la costa. Y ese era también el olor que sentía. Una playa. No tenía ningún sentido para él. 

     Frente a sus ojos, un temible enemigo vestido de negro acribillaba a sus hermanos griegos como si fueran insectos. Su imagen era borrosa, pero su sola presencia causaba pavor: blandía una lanza de doble hoja más grande que cualquier otra que hubiera visto nunca. Logró vencer su miedo y caminó hacia él dispuesto a enfrentarlo. Los hoplitas le abrieron paso formando un pasillo por el que avanzó hasta llegar delante suyo. Se enfrentaba a la misma muerte; a la Parca. El miedo lo dominó. Pensó que se trataba de una pesadilla y se esforzó en vano por despertar. La Parca lo atacó y él logró parar su golpe con el escudo, que se partió en dos y no tuvo más remedio que tirarlo al suelo, inservible. Decidió atacar. Apuntó con su lanza directo al corazón de la bestia y embistió, pero la punta de bronce chocó contra su pecho sin hacerle ningún daño y quedó trabada donde se suponía que estaban sus costillas. La soltó. Ahora llegaba el turno de su xiphos. Desenvainó la espada y avanzó una vez más, decidido a enterrarle la punta de acero directo en su rostro. La Parca hizo girar su lanza sobre su cabeza y le descargó un veloz golpe que supo que no lograría ni parar ni esquivar. De repente se movía muy despacio. Estaría muerto en un segundo.

     Un hoplita se interpuso entre ellos y paró el golpe con su escudo, que también se partió, y la Parca volvió a atacarlo utilizando la hoja del otro extremo de la lanza y cortó su cabeza. El hoplita cayó al suelo de rodillas y su cabeza rodó hacia él. Una risa insoportable comenzó a escucharse desde el interior de la deidad, haciéndose cada vez más intensa. Estaba agitado. Miró a su alrededor buscando ayuda, pero todos lo miraban sin hacer nada y con las cuencas de los ojos vacías detrás de los cascos de combate. Se acercó hasta el hoplita y agarró su cabeza. Era una mujer. Quien lo había salvado perdiendo la vida había sido una mujer desconocida. Una mujer hoplita. Sintió una congoja inmensa, como si se tratara de alguien importante para él. Las lágrimas brotaron de sus ojos y la imagen de aquel rostro se volvió borrosa. 

     La risa de la Parca se escuchaba más fuerte y tenebrosa que antes y sintió la sangre helarse dentro de sus venas. Volvió su vista hacia ella y soltó un grito cargado de furia y odio. Apoyó la cabeza cubierta de bronce en el suelo y avanzó fuera de sí, dispuesto a matarla. El miedo se había desvanecido por completo. Había recuperado todo su valor y también su fuerza, podía sentirlo. La Parca dejó de reírse y flotó hacia él con tal velocidad que le fue imposible reaccionar. Acercó su cabeza a la suya. No tenía rostro, solo oscuridad difusa debajo de su capucha negra. La bestia lanzó un grito tremendo, agudo y prolongado, parecido al de un doloroso y mortal quejido.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora