Capítulo 32: Fuego en el cielo

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"A los muertos no les importa cómo son sus funerales.

Las exequias suntuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos"

Eurípides



Eretria, día 3 del asedio


Lado griego


Faltaba poco para que el sol comenzara a salir y Stavros seguía despierto. Las partes blancas de sus ojos tornadas en rojo intenso le otorgaban a su mirada una conciencia demoníaca, mezclándose con el color negro oscuro de su centro. Durante toda la noche habían acudido a su mente imágenes intranquilas que lo habían hecho gritar despierto en contra de su voluntad: el ruido de las plataformas al caer contra las almenas, los silbidos de las flechas pasando cerca de su cabeza en una y otra dirección, los consiguientes gritos de dolor, los cientos de cadáveres. Urion.

     Se llevó una mano sudada a la cara para frotarse las sienes y al rozar sus párpados los notó hinchados. Stavros se levantó y se mantuvo un momento con una mano en la pared para sostenerse en equilibrio. Luego se lavó la cara con un poco de agua que terminó por beber y salió a la puerta de la casa donde dormía para orinar. Pese a ser verano, sintió frío. Volvió a entrar y miró su armadura, colocada sobre una mesa que estaba en la misma habitación que usaba para dormir: estaba sucia y con manchas rojizas por todas partes, lo que lo hizo mirarse a sí mismo. La sangre pegoteada de sus brazos y piernas formaron al secarse costras sobre su piel que ni siquiera sabía si eran propias o ajenas. Se tocó el pelo duro y aplastado de su cabeza y decidió que se limpiaría antes de presentarse ante los que ahora serían sus hombres esa mañana. Cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, estaba colocándose su casco y el resto de la armadura. Enfundó su espada y tomó otra más que estaba apoyada contra la pared. La ajustó algo más suelta en su cinturón y agarró un trozo de pan de la mesa antes de dejar la casa. Una pequeña ráfaga de viento le pegó por la espalda y volvió a sentir el frío de una mañana estival atípica. Las calles de Eretria estaban casi desiertas y las pocas personas que se encontraban fuera lo saludaron con la cabeza o lo ignoraron. Levantó la vista hacia la parte alta de la muralla, donde un grupo reducido de centinelas continuaban velando por la seguridad de todos los ciudadanos mientras dormían. Pensó en cuántos eretrios habían faltado en sus camas esa noche; padres, hijos, hermanos, esposos, madres, abuelas. En cuántas personas estarían ahora formando una pila de cadáveres sin enterrar en la parte de la ciudad que se había establecido como cementerio improvisado para los muertos, lejos de la vista de los vivos. Stavros no sabía cuántos y tampoco se lo imaginaba, pero sabía de uno.

     Encaminó sus pasos y fue a su encuentro. Se lo debía. Deseó que la distancia que los separaba fuera de miles de kilómetros y no de cientos de metros. Recorrió tan corta y dolorosa distancia en mucho menos tiempo del hubiera querido y al llegar a la fosa común descubrió que no estaba solo. Algunas pocas personas todavía lloraban o buscaban entre las pilas de cuerpos a sus seres queridos intentando distinguirlos de alguna manera. Stavros sabía que no había manera de poder distinguir los rasgos faciales de Urion. Esos rasgos ya no existían. Pero distinguió su capa y la forma de un cuerpo sin brazo ni cabeza bajo ella: la capa blanca teñida de escarlata. Con ella lo habían envuelto cuando los persas se hubieron marchado y abrieron sus puertas para ir en busca de sus caídos. Se acercó hasta él con un nudo en la garganta y tomó el cuerpo en sus brazos, separándolo de otro cuerpo en el que estaba apoyado. Lo sintió demasiado pesado y creyó que terminaría de cara en el suelo con el cuerpo de su comandante desparramado cerca suyo; aunque no era el peso del cuerpo lo que lo hacía casi imposible de cargar. Se alejó varios metros de la enorme pila de cadáveres hasta que llegó a un árbol frondoso y lo sentó con cuidado apoyándolo contra su tronco. Algo parecido a los restos de su cabeza se inclinaron hacia adelante y Stavros sintió náuseas. La bilis se agolpó en su garganta y vomitó corriendo su cuerpo hacia un costado. Temblaba ligeramente y se sentía débil. Miró en silencio un largo rato la capa escarlata antes de poder hablar.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora