Capítulo 11: Artemis

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"La belleza de la mujer se halla iluminada por una luz que nos lleva y convida a contemplar el alma que tal cuerpo habita, y si aquella es tan bella como ésta, es imposible no amarla"

Sócrates



Atenas

Marzo de 490 a.C.


Urion, el comandante calcideo, se quedó con ellos una semana. Según les había relatado, la ciudad de Calcis se declinaba por la decisión más drástica de todas: abandonar sus casas y dejar a merced de los persas todo aquello que siempre habían llamado hogar. Con tal decisión, dos nuevos grandes problemas se presentaban ante ellos; por un lado, Eretria se vería debilitada al no contar con las fuerzas hoplitas de Calcis, cercanas a los cuatrocientos hombres, y por el otro, quedaba la colosal tarea de evacuar de la isla a poco más de mil familias.

     Sabiendo esto, Temístocles, apoyándose en la asamblea ateniense, le aseguró al veterano comandante la reubicación de todas y cada una de las familias calcideas en Atenas y sus alrededores. De esta forma, Calcis se comprometía a sumar a la defensa eretria a alrededor de trescientos hoplitas, provistos de equipo propio, y que estarían a las órdenes del comandante Urion.

     Cerrado el acuerdo, Urion regresó a su ciudad con mucho de qué ocuparse y los preparativos para el viaje a Esparta se reanudaron de inmediato.



Solo seis de ellos, tal y como había anticipado Temístocles, iniciaban el viaje a Lacedemonia.

     —¡Dioses! El calor es insoportable —se quejó Polínices limpiándose el sudor de la frente.

     Se fijó a su derecha que Artemis no lo mirara y abrió las piernas buscando que la brisa de la mañana lo refrescara un poco. Sentía la transpiración de su caballo pegado en la piernas.

     —¡No exageres! —le dijo Theo delante suyo.

     Paltibaal miró a Temístocles y sonrió negando con la cabeza.

     Cabalgaban en parejas, una detrás de la otra formando dos columnas, con el fenicio y el ateniense a la cabeza.

     —Te advertí que pusieras la manta debajo de la montura para evitarte ese tipo de incomodidades —remarcó Timón.

     Pero Polínices relacionó el consejo con la precaución de no aplastarse los testículos cuando iniciaran el galope y solo había puesto una pequeña manta debajo de su trasero para amortiguar los golpecitos.

     —Verás que son buenos hombres... —le comentó Temístocles a Paltibaal.

     —Sí, amo —respondió.

     Temístocles suspiró.

     —¿Cuántas veces te he dicho que no me llames amo?

     Paltibaal evitó responder y cambió el tema.

     —¿Qué hay de la mujer?

     —No lo sé... Depende de ella.

     —La he visto entrenar con Timón —comentó Paltibaal bajando la voz.

     Temístocles lo miró de reojo.

     —¿Y qué opinas de eso?

     —Opino que Timón es un buen maestro.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora