Capítulo 20: El Justo

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"Acusar a los demás de nuestras desgracias es una prueba de la ignorancia humana; acusarnos a nosotros mismos significa empezar a entender. No acusar a los demás ni a nosotros mismos es la verdadera sabiduría"

Epíteto



Atenas

Septiembre de 492 a.C.


Faltaba poco para el anochecer. Agafia levantó la cabeza con gesto altivo y estiró los brazos de costado sin dejar de mirar al frente. Una de las esclavas terminó de secarle el cuerpo y se apresuró a untarle aceite perfumado con un paño húmedo sobre su piel.

     —Yo lo haré —le dijo a otra, cuando se acercó a ella con un cepillo en la mano—. Tú me tiras del pelo.

     La mujer asintió con un gesto de la cabeza y fue a buscar uno de sus refinados pares de sandalias para comenzar a vestirla. Agafia encajó un pie y luego el otro. Las sandalias le calzaron perfecto y las tiras de fino cuero marrón le llegaron hasta la rodilla cruzándose entre sí. Luego señaló con un gesto indiferente una túnica color rojo que apenas le pasaba los muslos y estiró los brazos hacia arriba para que las esclavas se la pusieran por la cabeza.

     —El cinturón blanco —pidió por último—. Y ahora, fuera. No quiero a nadie alrededor mío. ¡Tú no! Quédate. Quiero que alguien me escuche mientras hablo sola.

     La esclava aludida obedeció y se quedó parada a un costado cerca de ella. Agafia la miró; la vieja tendría cerca de setenta años. En la casa de Arístides ya casi no quedaban esclavas jóvenes; y mucho menos bellas. Toda esa competencia y foco de tentación para su esposo habían sido extirpados de allí desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, las cosas seguían sin encaminarse. Agafia se sentó frente al espejo y comenzó a jugar con su cabello buscando el peinado más adecuado. El rodete sobre su cabeza le quedó espantoso y se soltó el pelo dejándolo caer sobre sus hombros con el peso de sus rulos negros. Cansada ya de arrancárselas, las primeras canas empezaban a notarse a simple vista, y como para seguir torturándose un poco más, se miró el estómago; una pancita incipiente buscaba relajarse sobre su cintura. Resopló resignada y torció el gesto con desagrado: ya no tenía veinte años.

     —Mantengo mi figura lo mejor que puedo. Me perfumo. ¡Hasta le hago masajes! Algo estoy haciendo mal... —Negó con la cabeza—. No... no soy yo. No es mi culpa, es su culpa.

     —Claro que no es su culpa, señora —se animó a decir la vieja.

     Agafia depositó en ella el frío de su mirada.

     —¿Cómo dices? ¿Te atreves a opinar sobre mi relación marital?

     —No, señora. Perdone usted. No era mi intención entrometerme.

     —¡Pues más te vale! Si me entero que hablas de esto con alguien...

     —Nunca lo haría, señora Agafia.

     —Hmmm... te conviene que así sea. ¿Dónde está mi marido? ¿Sigue entrenando?

     —Sí, señora.

     —¿Athan está con él?

     —Sí.

     Agafia se mordió el labio inferior. Detestaba a Athan mucho más de lo que había detestado a las jóvenes esclavas de su casa antes de dejarlas en la calle. La cercana relación que el apuesto atleta veinte años menor que su marido tenía con este le ponía los pelos de punta y la hacía sentirse incómoda: casi en una posición de desventaja. Agafia podía competir con otras mujeres como ella; todavía se sabía atractiva y con diferentes cualidades. Pero al parecer, su armonioso canto y la habilidad de su caderas, junto con su hermosa sonrisa y su cabellera abundante, ya no podían compararse con el cuerpo escultural de un joven que tenía mucho más en común con su marido que lo que ella había tenido en sus siete años de matrimonio.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora