Capítulo 27: Halicarnaso

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"Los hombres sabios aprenden mucho de sus enemigos"

Aristófanes



Halicarnaso

Mayo de 490 a.C.


     —Hasta aquí llego, Temístocles, no más. Cerca del palacio la guardia se intensifica y a los bastardos les encanta meterse con la gente y hacer preguntas. Sobre todo con los tiempos que corren. Tú lo entiendes.

     Temístocles asintió.

     —¿Algo más que quieras decirme?

     —Sí hay algo... guárdate de tomar de las aguas de la fuente por más frescas que parezcan. —El hombre levantó su dedo índice por delante de sus narices y lo sacudió como si amedrentara a un niño—. Evita la fuente, Temístocles.

     —No te preocupes, conozco la historia.

     —Entonces eso es todo. Me despido.

     —Gracias por lo del mapa...

     El hombre sonrió.

     —Vale cada cada moneda que has pagado.

     Temístocles le dio una palmada en el brazo y se dio la vuelta encarando hacia el mercado. Caminó por una muy transitada calle aparentando mostrar una tranquilidad que no sentía. Un vendedor ambulante se cruzó por delante suyo ofreciéndole una cortinas finamente bordadas en dorado y de vivos colores. El hombre estiró la tela para destacar su calidad a puro grito y Temístocles lo esquivó dando un paso de gracia hacia un costado. El vendedor masculló un insulto y se interpuso delante de otra persona cualquiera buscando mejor suerte.

     Temístocles pasó caminando por el frente del templo de Afrodita; uno de los más bellos que se hubieran construido en honor a la diosa de los que él tuviera conocimiento, y sintió ganas de volver a visitarlo para dar sus respetos y brindar una ofrenda, más sabía que no podía distraerse y continuó. Llegó a la famosa fuente de Salmacis y se detuvo unos pocos segundos cerca de ella. Sus ojos se quedaron mirando el centro de la estructura, donde se encontraban la dulce ninfa y Hermafrodito, rodeados de juegos de agua que describían perfectos arcos de casi dos metros de alto de un punto al otro de la fuente. Ella se representaba desnuda en el suelo, estirando sus brazos hacia él en actitud de querer atraparlo o de abrazarlo, mientras que Hermafrodito se rehusaba de ella dándole la espada. Temístocles conocía la historia: quien bebiera de sus aguas perdería su virilidad ya que así lo había pedido el joven a sus padres Hermes y Afrodita por haberlo unido eternamente a Salmacis, contrario a su voluntad.

     Evitó la fuente y siguió. De frente suyo, y a menos de cincuenta metros de distancia, se encontraba el palacio de la reina. Sus amplios y verdes jardines que le servían de antesala no dejaban de llamar la atención por su impacto visual. Numerosos paseos para recorrerlo a pie de punta a punta decoraban la totalidad de su frente. Podía accederse a ellos por un ancho y corto puente en arco construido en piedra que permitía conectar la zona comercial con la zona palaciega. Por debajo de este puente corría un arroyo poco profundo que se alimentaba de las diferentes alcantarillas que desembocaban en él, incluidas las del propio palacio, y que le servían de afluentes. De ambos lados del puente, diferentes rondas de guardias en grupos de a dos o tres vigilaban todo el conjunto.

     Temístocles se pegó a las paredes del lado derecho de las viviendas y siguió avanzando sin levantar la vista. Cerca del puente, dobló a la derecha bordeando el arroyo unos cien metros. Se detuvo y miró hacia los lados. Respiró profundo, se apoyó en la baranda de piedra y saltó con agilidad hacia abajo, aterrizando de cuclillas y ayudándose a frenar la caída de casi tres metros con las manos. Estaba en la parte más baja del arroyo, donde el agua apenas le llegaba hasta los tobillos. Según sabía, el cauce tenía metro y medio de profundidad. Repasó el plano que había grabado en su mente, llenó sus pulmones de aire y se metió al agua helada.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora