Capítulo 7: Drakon

28 13 0
                                    


"Los hombres son como los vinos: la edad agria los malos y mejora los buenos"

Marco Tulio Cicerón


Atenas, 490 a.C.

Horas después


Drakon abrió la puerta de su casa y entró rengueando. Tenía una mano apoyada en la parte baja de la espalda para intentar contener el dolor muscular. La caída desde el piso de arriba hasta la mesa en la planta baja en La Casa de Lucerna lo había dejado con diferentes dolencias, pero lo que más le dolía era haberse visto humillado delante de ella.

     Que Artemis lo hubiera visto caer así le escocía en el orgullo y apenas si podía soportarlo. Se sentía asfixiado, con una punzante presión en el pecho que lo sofocaba y lo dejaba sin aire. Cerró la puerta detrás de él y se quitó el manto, la túnica y las sandalias, quedando desnudo. Solo se dejó la espada colgando del costado, guardada en la vaina de su cinturón.

     Desde lo más profundo de su ser sintió deseos de gritar, de liberarse de la carga. Pero de alguna forma se contuvo y se quedó en silencio, inmóvil.

     Todavía era de noche y seguía haciendo frío; un frío que ya no era capaz de sentir. Cerró sus ojos, y al cerrarlos vio sangre. Caminó aturdido por su casa dando tumbos y siguió viéndola cada vez que los cerraba, sin importar cuánto se los frotara ni con qué fuerza.

     Cayó al suelo.

     Podía sentir el olor de la sangre colmándole las fosas nasales. Era un olor desagradable, como si abriera al medio el cuerpo de un ternero o de una persona. Se levantó trastabillando y corrió hasta la cocina. Agarró una cubeta a medio llenar de agua fría y se la vació en la cabeza empapándose hasta los pies. Un escalofrío recorrió su cuerpo poniéndole la piel de gallina y la visión sanguinolenta desapareció.

     Temblaba, y los dientes le castañeaban.

     —Una noche difícil —dijo una voz detrás de él.

     Drakon se dio la vuelta de un salto y abrió bien grandes los ojos.

     —¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendido y aliviado al mismo tiempo—. No sabía que estabas en Atenas.

     —¿Qué crees tú que estoy haciendo aquí, hermano? —respondió, con un rostro carente de toda expresión.

     Drakon lo miró fijo, intentando descifrar sus intenciones; sus verdaderas intenciones. Recorrió con la mirada su mentón, nariz y boca, además del resto de sus facciones. Dru era su viva imagen, aunque con la sutil diferencia de que él no tenía ni el pómulo derecho hundido ni la nariz aplastada. Mucho menos una espantosa cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de su cara desde el labio hasta la oreja.

     —¿Cómo entraste? —preguntó.

     —Tú sabes cómo.

     Drakon no lo sabía, pero tampoco tenía ganas de ser parte de los jueguitos tontos de su hermano.

     —¿Cuándo llegaste a la ciudad?

     —Esta misma noche —dijo su hermano—. Aunque hubiera deseado no hacerlo.

     —¿A qué has venido, hermano? —volvió a preguntar Drakon.

     —¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —preguntó abriendo los brazos. Resopló fastidiado—. Según veo, a ocuparme de ti. Una vez más... —Sonrió con descaro con la única finalidad de molestar a su hermano.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora