Capítulo 31: Campos de sangre

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"Cuando llegue mi hora de morir, iré. Sabré dar la vida

como un hombre que no le duele devolver el préstamo que se le ha hecho"

Epíteto



Eretria, día 2 del asedio


Lado persa


La reina descansaba sus nalgas sobre un trozo de tronco que sus hombres habían talado solo para ella; como regalo. Lo habían pulido con esmero y le habían ahuecado levemente la parte donde uno apoyaba su humanidad. A Artemisia le resultaba incómodo, pero agradeció con una bella sonrisa al comandante y a los tres hombres que fueron a entregárselo en nombre de su regimiento y ella misma lo sacó afuera a la vista de todos y se puso a sacarle filo a su espada sentada en él. Artemisia recorría las diferentes fogatas nocturnas donde se reunían grupos de hasta quince hombres y compartía con ellos su comida y su bebida, ofrecía palabras de aliento y daba seguridad con vistas a los inminentes enfrentamientos. Incluso los orgullosos jinetes de caballería valoraban estos gestos en gran medida y generaba en ellos miradas y señales de aprobación cuando la reina se despedía y se acercaba a otro grupo diferente para iniciar otra charla. Hasta los heridos y los enfermos recibían su apoyo; los visitaba en persona con unas botas de buen vino en bandolera y consultaba a los médicos del ejército por su estado, mostrándose preocupada por su recuperación. Siempre con su armadura puesta y el pelo recogido en una trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Si había algo que Artemisia había aprendido del rey Darío I, era que un buen gobernante debía estar al tanto de todo lo que ocurría: intrigas, secretos, engaños, conspiraciones. Qué se decía y qué no se decía. Debía tener ojos y oídos en todas partes. Sus propios halicarnasos se habían mezclado entre las divisiones del ejército y ciertos grupos de hombres de su mayor confianza diseminaban comentarios favorables hacia su persona, siendo también los encargados de llevar hasta sus propios oídos y de primera mano todo lo que se comentara entre los hombres sobre ella.

     Artafernes tenía cara de que no había dormido y sus grandes ojeras daban prueba de ello con tan solo mirarlo a los ojos. Iba y venía de un lado al otro del campamento revisando los avances de las torres móviles y dando órdenes específicas a los comandantes que entrarían en batalla ese día. Cinco inmensas torres terminaron de construirse gracias al trabajo incesante de los ingenieros que no habían pegado ojo en toda la noche.

     Artemisia seguía sentada en el tronco, afuera de su tienda de campaña, y observaba de reojo y con un cierto grado de diversión los movimientos nerviosos y casi histéricos de Artafernes. El general gesticulaba y sudaba como un chancho en el matadero y cada vez que pasaba cerca de ella intentaba no mirarlo. Para ella, la diversión hubiera sido completa si no fuera por las torres. Las monumentales torres de asedio medían dieciséis metros de alto y cada una de ellas permitía su desplazamiento por medio de cuatro grandes ruedas de madera que se empujaban mediante una barra transversal que sobresalía a ambos lados de la estructura a la altura del pecho. Un techo de madera protegía las barras y las mantenía a resguardo de los ataques griegos que pudieran caerles desde las murallas. En su interior, estaban divididas por dos secciones bien amplias; en el piso de arriba podían entrar hasta veinte hombres armados y en la parte de abajo otros tantos. El piso más alto tenía una gran puerta exterior que se abría hacia adelante y caía desde arriba. Al caer, podía generar un puente entre ella y las almenas griegas, permitiendo la salida masiva de los hombres que se encontraban dentro. La parte inferior trasera estaba descubierta para facilitar el ingreso de más tropas a medida que las anteriores fueran saliendo por la parte superior delantera. Aunque las primeras horas de la mañana estuvieran perdidas, lo que favorecía a los griegos, la exitosa finalización de los trabajos se anunció a viva voz a lo largo de todo el ejército y la noticia fue recibida con gritos de algarabía. El propio Artafernes felicitó a los ingenieros y a los carpinteros que habían trabajado en las torres y les prometió una sustancial recompensa. Poco después, los generales volvieron a ocupar su lugar en la retaguardia en el mismo lugar que ocuparan la jornada anterior: un punto elevado que les proporcionaba buena visión y a la sombra. Sentados cómodamente sobre las monturas de sus caballos.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora