"Aprendiendo a morir, se aprende a vivir mejor"
Platón
Posada La Tormenta
Paltibaal atacaba y se cubría calculando la fuerza y habilidad de sus oponentes. Si se estaba esforzando, lo disimulaba muy bien. Temístocles podría contar otra historia. Como le ocurría siempre, luchaba con la pasión reflejada en su rostro. Como si un grupo de dramaturgos estuviera tomando sus mejores expresiones para una tragedia griega. Paró de un solo movimiento dos ataques simultáneos por encima de su cabeza y retrocedió dejando las chispas de sus espadas en medio de él y sus adversarios. Sin pensarlo, avanzó hacia el hombre de su derecha, agachándose a tiempo para tajearle la pantorrilla y rodó a un costado esquivando por los pelos el corte del segundo hombre.
Se puso de pie y lo señaló con la espada.
—¡Solos tú y yo, maldito!
Polínices fue el primero en atacar y Theo el primero en ser atacado. Polínices lanzó un ataque rápido directo al rostro de su rival más cercano, que este esquivó por los pelos retrocediendo varios pasos. A continuación, paró el golpe del segundo hombre que buscaba su costado para hundirle la espada en las entrañas. Giró sobre sí mismo estirando el brazo y, al hacerlo, logró cortar el de su oponente, que soltó el arma con un grito de dolor.
Theo esquivó el ataque en punta que buscaba su vientre con un salto hacia atrás. El atacante quedó mal parado y perdió el equilibrio. Theo descargó un violento tajo a su muñeca y se la cortó de cuajo. La mano salió volando con la espada aún afianzada hacia un lado y cayó al suelo cerca de ellos. Su oponente gritó.
Theo levantó la mesa que tenía frente a él y la usó como ariete para embestir a su segundo rival, estrellándolo contra la pared que tenían detrás. El hombre soltó el arma y cayó al suelo de culo. Theo la alzó por encima de su cabeza y la bajó de golpe dándole en la frente: eso fue todo. Luego se giró y buscó a Polínices, que luchaba contra un adversario mientras el otro volvía a incorporarse. Tenía que ayudarlo.
A metros de él, el hombre sin mano se arrastraba por el suelo dejando un rastro de sangre.
Timón rechazó varios ataques. Luego retrocedió, tomó una silla con su mano izquierda y se la lanzó al oponente más cercano obligándolo a cubrirse con ambos brazos. Aprovechando esto, dio un salto hacia delante llevando su brazo derecho hacia atrás y, con la fuerza del impulso, atravesó el esternón de aquel hombre con el frío acero de su espada.
El segundo hombre, más cercano a Timón, vio su oportunidad y dio un paso hacia delante para lanzar un corte transversal dirigido hacia el cuello descubierto del plateo.
Timón no llevaba escudo, no en ese preciso momento. Estaban en una posada, bebiendo y comiendo tranquilos. Si lo llevara, hubiera podido frenar el mortal corte de espada que se dirigía limpio y veloz hacia él, sin nada que lo detuviera. Pero no lo llevaba, nadie lo hacía.
El experimentado general sintió el movimiento a su izquierda; un movimiento rápido que haría que para él fuera demasiado tarde. Por el rabillo del ojo ya no vio la espada que le separaría la cabeza de los hombros, sino que en su lugar fue la tenue imagen de La Parca quien se dejó ver, como siempre lo hacía, un instante antes de la muerte.
Los hombres que atacaban a Paltibaal entendieron en ese momento que su supuesta víctima se convertiría en victimario en cuanto se le diera la gana y su espíritu de pelea comenzó a flaquear. A escasos metros, Temístocles peleaba contra el hombre que había quedado en pie. Desde el suelo, el que había sido herido en la pierna se arrastró por detrás sin que el ateniense lo viera, aferrando su espada con firmeza.
La daga silbó en el aire directo hacia su sien, donde se clavó con la misma fuerza que se había clavado la del "Hombre Unicornio". Uno de los hombres que enfrentaba a Paltibaal tomó ventaja de su segundo de distracción y se aventuró hacia la muerte al buscar el brazo estirado del fenicio, que había quedado expuesto. Pero este calculó mal las distancias y solo llegó a hacerle un corte profundo en el bíceps. Paltibaal retrocedió varios pasos mirando la herida y estalló en furia mientras la sangre comenzaba a emanarle por el brazo. Llevó su brazo hacia atrás y arrojó la espada con la que combatía hacia el pecho del hombre que lo acababa de herir.
Le abrió el corazón en dos partes.
Su segundo rival contempló estupefacto toda la secuencia y soltó su arma, se arrodilló en el suelo con las manos levantadas, desnudas y pidió por su vida. Paltibaal caminó hacia él y tomó su cabeza con ambas manos mirándolo fijo.
Lo que vio le gustó. No era miedo.
—Por favor... —dijo el hombre, tembloroso.
Era terror.
Paltibaal apretó su cabeza y la giró hacia un costado con un movimiento rápido. El sonido de los huesos del cuello al quebrarse sonaron inconfundibles en la posada. Sus brazos cayeron a los costados de su cuerpo y perdieron toda rigidez. Paltibaal lo arrojó hacia un lado y esbozó una media sonrisa.
El brazo le ardía y no dejaba de sangrarle. Pese a ello, repasó el resto de la posada para ayudar a terminar los combates restantes. Detuvo su vista en Timón y dejó de sonreír.
Por puro instinto, Artemis guió sus pasos hacia donde peleaba su instructor. Y en el instante más preciso de su vida tuvo la lucidez, pese a sus nervios y sus dudas, de leer la escena del combate a la perfección. Artemis corrió hacia ellos aferrando la empuñadura de su espada con fuerza y conteniendo el aire. Lo soltó con un grito de furia e interpuso su espada, con llamativa firmeza y velocidad, a la del hombre que atacaba a Timón y que a medio segundo estaba de matarlo, concentrando toda su vitalidad en un solo golpe.
Ni siquiera Paltibaal la vio llegar.
El violento choque de las espadas le produjo un pequeño calambre que se inició en su mano y recorrió el resto de su cuerpo hasta llegar a sus pies. Pero Artemis logró mantener firme su brazo y su espada no se movió más que unos pocos centímetros, afeitando el mentón de Timón. El brazo del atacante rebotó hacia atrás. En ese breve instante, tan veloz como lo hubieran sido Timón o Paltibaal y en un tajo preciso y certero, Artemis le abrió la garganta con un movimiento imperceptible de su muñeca. El hombre se derrumbó por partes: primero las piernas, luego la cadera, sus brazos y por último, la cabeza. Cayó de costado mirándola a ella, como si intentara comprender, llevándose una mano al cuello, cómo y por qué, el hombre al que había estado a punto de matar respiraba mientras que a él se le iba la vida en un último suspiro.
La imagen de La Parca desapareció del rabillo del ojo de Timón y recuperó la visión de lo que pasaba a su alrededor, en el mundo de los hombres. Y en esa visión apareció Artemis salvándole la vida. La Parca los maldijo a ambos y se alejó de allí en busca de otros hombres. La lana negra de la rueca fue reemplazada por el hilo dorado y las hermanas diosas del destino se sumaron a la maldición de la primera desde el inframundo. Timón burló a la muerte con la ayuda menos imaginada. Sin saber que su segunda vida comenzaba en ese preciso momento.
El guerrero más letal de Platea y uno de los mejores de toda Grecia le debía su vida a una mujer que apenas llevaba unos días de instrucción levantando una espada, matando por primera vez en su vida esa misma noche. Y que lejos estaría de ser la última.
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Hoplita: La venganza del rey
Historical FictionEn el 490 a.C., el rey Darío I de Persia inicia su venganza contra Eretria y Atenas, las ciudades griegas que apoyaron la revuelta jónica años atrás. Para ello, y con intenciones que van mucho más allá de lo que se cree, decide nombrar general conju...