Capítulo 34: El Peán

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"La música que no describa algo, no es más que un ruido"

Parménides de Elea



Eretria, día 4 del asedio


Lado griego


Esa mañana, los persas enviaron contra los griegos incontables oleadas de infantes. Constantes e interminables ataques, repelidos uno por uno a cambio de innumerables vidas. Eretria entera puso su cuerpo y su alma para enfrentar el ataque más cruento y sanguinario de toda su historia. Sin las torres de asedio, el general persa Datis tomó el toro por las astas y se puso al frente de las tropas dirigiendo las acciones desde el campo de batalla, no desde la retaguardia. Pero esa no había sido la única decisión que el general debió tomar si quería cambiar el curso de los acontecimientos. La mañana del cuarto día de asedio presentó ante los descreídos ojos defensores a dos divisiones enemigas perfectamente formadas ante las puertas de sus murallas. Veinte mil persas se vieron las caras contra menos de cinco mil griegos; hombres, mujeres, niños y ancianos, que lucharon hasta el agotamiento por un único motivo: sobrevivir. Una lucha cuerpo a cuerpo que derramó su sangre a lo largo y ancho de todo el terraplén, manchando con ella cada centímetro de la línea defensiva y dejando un barrizal a los pies de la muralla. Ese día los griegos resistieron. Doblados ante el peso del enemigo como una ramita a punto de quebrarse y defendiendo su ciudad con uñas y dientes. Resistieron. El número de ciudadanos comunes y hoplitas caídos en el combate se percibía desgarrador con solo levantar la mirada. Estimaron una cantidad tan difícil de contar que no lo hicieron. No los contaron. En su lugar, se dedicaron a contar a quienes quedaban con vida. Demasiados cuerpos, demasiados familiares, demasiados amigos yacían tirados por doquier, repartidos entre la zona de la muralla y hasta en las torres de defensa. Cuerpos que no retirarían pasadas muchas horas, cuando pudieran reponerse y tener la suficiente fuerza para levantar los brazos. Cuerpos que aguardaban pacientes junto a sus almas a que les dieran sepultura. Momento en que podrían ingresar al inframundo.

     Polínices perdía mucha sangre. Theo y Artemis se pusieron uno a cada lado de él y pasaron sus brazos alrededor de sus hombros buscando un médico que pudiera atenderlo. Un corredero de sangre le caía desde el muslo de su pierna izquierda hasta la punta de los dedos de su pie, dejando un rastro rojizo tras de sí. Llevaba incrustada en su carne la punta de una flecha persa que le llegaba hasta el hueso y sobresalía a la vista la mitad partida del astil que Theo había roto con sus manos.

     —Rápido —Theo le habló a Artemis, pero en realidad se hablaba más a sí mismo que a ella. Estaba preocupado y más agitado que el propio herido—. Pierde mucha sangre.

     —Estoy bien —mintió Polínices con el rostro ceniciento—. No duele demasiado. Solo que a esta altura me hubiera gustado haber encontrado un médico.

     Artemis lo miró para decirle algo que le diera ánimos y lo notó más pálido que hacía unos minutos.

     —Ya casi llegamos, Polínices. Por favor, resiste un poco más —rogó.

     Como si se tratara de una de sus habituales bromas y lo hubiera hecho solo para molestarla, Polínices perdió el conocimiento. Tardaron unos pocos minutos más, aunque a Theo le parecieron horas, en llegar a la casa de Euforbo y abrir la puerta de entrada de una patada. Pidieron ayuda a los gritos mientras recostaban a Polínices en la mesa del salón principal haciendo volar con el brazo todo lo que estaba en ese momento sobre ella. Cleomena apareció enseguida. Uno de sus esclavos le pisaba los talones.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora