"Se han puesto la luna y las Pléyades; ya es medianoche;
las horas avanzan, pero yo duermo sola"
Safo
Mileto, Asia Menor
Febrero de 490 a.C.
Artemisia se recostó en su cama y exhaló el aire de sus pulmones cerrando los ojos. La tienda de campaña que le había sido asignada era casi o tan lujosa como la del propio rey. Digna de su condición. Su mirada perdida se detuvo en el techo de lona. Se sentía relajada, serena. Llevó su mano derecha detrás de la nuca y con los dedos de la izquierda comenzó a jugar con su ombligo. Repasó una vez más en su mente los pasos a seguir de allí en adelante y sonrió al recordar las caras de Datis y Artafernes cuando Darío anunció su nombramiento como general conjunta del ejército persa.
Llevar adelante la venganza del rey ya no era tarea solo de hombres. Las historias más gloriosas de la conquista de Grecia llevarían también su nombre grabado en ellas.
Sus pensamientos volvieron al presente y dejó de toquetearse el ombligo. En pocos días les daría otro golpe a su ego y lo mejor de todo era que no se enterarían de nada hasta que fuera demasiado tarde.
Artemisia tomó una de las suaves almohadas reales; las del más fino terciopelo, y se la puso entre las piernas. Comenzó a frotarse con ella como si su cuerpo describiera el movimiento de la marea en el mar. Engañar a los hombres le daba placer, pero engañar a los hombres más poderosos del mundo la extasiaba en todo su ser. La hacía estremecerse.
Llevar adelante planes de guerra junto a los generales del imperio sin que estos se sintieran eclipsados por una mujer cuyo único mérito, según ellos, era el de ser la niña mimada del rey, resultaba bastante complicado. Era un papel humillante, pero que todavía estaba dispuesta a desempeñar. Podía tragarse su orgullo y bajar la mirada algún tiempo más, pero no demasiado.
El placer comenzó a subirle desde su entrepierna llegando hasta su mente, clamando por su atención, con lo que Artemisia dejó de pensar en aquellos hombres y en sus penecitos orgullosos y se dedicó a ella misma. El gozo que sentía le hizo recordar a su antiguo instructor, con quien había mantenido una relación amorosa antes de traicionarlo y de acusarlo del asesinato de su esposo.
La reina arrojó la almohada hacia un costado y lo reemplazó por la agilidad y el buen alcance de sus propios dedos. Ksathra era uno de los pocos hombres de verdad que había conocido en su vida, y sus pasionales recuerdos todavía se mantenían vivos en lugares bien protegidos del resto de sus pensamientos cotidianos. Se encorvó de placer, como un arco en tensión a punto de soltar una flecha, y contuvo la respiración hasta el final. Un grito sobrecargado de éxtasis se dejó escuchar traspasando la gruesa lona de su tienda de campaña y llegó a los oídos de sus esclavos en el exterior: uno de ellos tragó saliva nervioso. Un segundo después, dejó caer su cadera sobre la cama y exhaló el aire que le quedaba con una sonrisa en los labios.
Artemisia hizo sonar una pequeña campana y a los pocos segundos una mujer ingresó apresurada al aposento real con una inclinación de cabeza.
—Tú no —le dijo Artemisia apenas la vio, frenando en seco a la mujer—.¡Llámalo a él!
—Así lo haré, mi señora —respondió la mujer.
—Y no te alejes demasiado... luego querré bañarme.
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Hoplita: La venganza del rey
Historical FictionEn el 490 a.C., el rey Darío I de Persia inicia su venganza contra Eretria y Atenas, las ciudades griegas que apoyaron la revuelta jónica años atrás. Para ello, y con intenciones que van mucho más allá de lo que se cree, decide nombrar general conju...