Capítulo 30: El asedio

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"No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles,

pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas"

Séneca



Eretria, día 1 del asedio

Lado Griego


Sus rostros lo decían todo, y los primeros rayos del sol los dejaban en evidencia.

     —¡Templanzaaa! —Timón volvió a tomar aire para tratar de gritar un poco más fuerte—. ¡Templanzaaa! —La poderosa voz del general llegó a cada uno de los defensores y se replicó en sus tres comandantes con igual grado de intensidad.

     Eretria y sus escasos aliados iniciaron en ese momento el camino hacia lo que podría ser su inevitable destrucción o su milagrosa salvación. De pie. Haciendo lo impensado.

     Timón se encontraba en el centro del terraplén, justo arriba de la parte donde se unían las aberturas de las gigantescas puertas de entrada a la ciudad. Llevaba puesto su equipo de hoplita casi al completo; coraza, casco, grebas y espada. Solo le faltaban la lanza y el escudo, al igual que al resto de los hoplitas junto a él. Destacaba por sobre todos ellos gracias a su casco corintio de penacho doble, los cuales caían con un vivo color rojo de los costados de su cabeza hasta la altura de sus hombros. Desde allí observó con un nudo en el estómago las interminables líneas enemigas persas formando prolijas filas y ordenándose frente a ellos en su propio campo. Y de repente, las imponentes murallas defensivas se hicieron pequeñas ante miles y miles de hombres que de un momento a otro iniciarían su avance con el único fin de eliminarlos. 

     Delante de ellos tenían un ejército compuesto por diez mil soldados de infantería, perfectamente identificables en diez grupos de mil, que a su vez se conformaban por diez grupos de cien, y que a su vez se conformaban por diez grupos de diez. Cada cien hombres, y cada mil, un líder o superior impartía las órdenes del comandante de toda la división. Los espadachines y los lanceros estaban en la vanguardia de las filas mientras que los arqueros se mantenían en la retaguardia. Por suerte para los griegos, la caballería persa quedaba fuera de toda alternativa de ataque gracias a las murallas. Sumado a esto, luchar del lado de las puertas de la ciudad, que además de ser el único lado por el que los persas podrían desplegar una división completa de diez mil hombres, ofrecía otra ventaja: pasado el mediodía, los rayos del sol harían que los persas ya no pudieran levantar la vista hacia ellos por más de uno o dos segundos sin tener que cerrar ojos a riesgo de dañar su vista. Pero por otro lado, las primeras horas de la mañana serían las más encarnizadas del día ya que el enemigo aprovecharía que el sol daba de frente a los eretrios. Timón esperaba que los embates enemigos cesaran en cuanto el sol cambiara de lado y dejara de afectar a unos para afectar a otros.

     Miles de voces griegas callaron al mismo tiempo ante el estridente sonido de las trompetas persas y cientos de gargantas se cerraron sin permitir el paso ni de su propia saliva. Diez mil persas dieron un paso al frente y luego otro. Avanzaron hacia las murallas con la seguridad y la confianza que les daban los números. Números abrumadores.

     —Estamos listos, tío —dijo Theo a sus espaldas.

     Timón se giró hacia su sobrino y asintió con un gesto de su cabeza, haciendo que los penachos rojos de su casco dorado se movieran imperceptiblemente. La visión de Timón parado frente a ellos era la viva imagen de un dios de la guerra listo para el combate.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora