Capítulo 36: Brazos abiertos

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"Mejor es morir de una vez, que estar siempre temiendo por la vida"

Esopo



Eretria, día 6 del asedio


Lado persa


La Isla de Eubea se encontraba ante la noche más oscura de las últimas semanas, la más oscura en mucho tiempo, y tal vez la más oscura de toda su larga historia. Gigantescos nubarrones de tormenta cubrían por completo el cielo nocturno y su firmamento repleto de estrellas. Como también a la luna y su claro sobre la tierra. Faltaban solo algunas horas para el amanecer.

En medio de la noche, destacaba la orgullosa figura de Artemisia, de pie, al frente de su ejército en las afueras del campamento persa. Mantenía su intensa mirada clavada en las puertas de la ciudad de Eretria, que se encontraban a unos doscientos metros de distancia de ella. Podía sentir el aire pesado, espeso y cargado de humedad. Respirando en él el inconfundible olor de la lluvia antes de que esta se produjera.

     Artemisia vestía de igual manera que la mañana del día anterior cuando había enfrentado a Timón delante de todo su ejército. Un duelo que se había convertido en el único tema de conversación entre griegos y persas y que lo seguiría siendo durante mucho tiempo. Eso, y el enfrentamiento entre los generales. Esta vez, Artemisia no llevaba ni escudo ni lanza. No le hacían falta. Sus manos descansaban en los pomos de sus espadas, que llevaba envainadas a izquierda y derecha de sus caderas esperando su momento. Detrás de ella, ocultos entre las sombras y en absoluto silencio, cuarenta y cinco mil infantes vestidos de negro de pies a cabeza aguardaban agazapados la señal de su general. Más atrás, algo más alejados por temor a que el relincho de los caballos alertara a los guardias de las murallas, Datis y Artafernes, con casi cinco mil jinetes de caballería, contaban con impaciencia los segundos, listos para clavar los talones en sus caballos y emprender la carrera hacia la ciudad que durante tantos días se había negado a concederles la entrada en ella.

     "Te escucho", le había dicho Artemisia. Y Euforbo se había meado encima.



Mileto, Asia Menor, febrero de 490 a.C.


—Mi rey —saludó el guardia real—. Ha llegado, ya está aquí.

     A Darío lo embargó una súbita sensación de ansiedad y deseo. Finalmente había llegado. El rey se encontraba recostado en su amplia y magnífica cama de exageradas dimensiones y finas telas, ornamentada con un dosel de madera de roble del que caían hasta rozar el suelo unas suaves y delicadas cortinas de seda blanca, otorgándole una falsa sensación de intimidad con respecto al resto del espacio de sus aposentos. Una cama digna de un rey.

     Darío llevaba puesta una túnica púrpura bordada con hilos negros que le llegaba hasta las rodillas y en su mano sostenía una copa dorada con una bebida alcohólica muy fuerte con gusto a anís. Durante toda su vida, Darío había sido un hombre ambicioso. Hijo acomodado de Histaspes, gobernador de la ciudad de Partia, y descendiente de la dinastía aqueménida. Desde la cuna, había recibido una educación cortesana, digna de su clase y a la que solo un hombre en la posición de su padre podía acceder, pagando los mejores maestros existentes de su propia ciudad y de las ciudades cercanas. Darío había destacado entre otros jóvenes de similar condición, demostrando gran facilidad en materias como el arte, las matemáticas, la historia y el combate. Sobre todo en el combate. A sus veintiocho años de edad, había logrado ascender al trono luego de asesinar al usurpador Gaumata y consolidando luego su poder poco apoco hasta lo que llegaría a ser en esos tiempos el vastísimo imperio en el que hoy reinaba. Darío hacía lo que mejor sabía hacer: luchar y conquistar. Sometiendo pueblos por la fuerza, pero gobernando sobre ellos de manera justa y contemplativa, considerando y respetando sus culturas y costumbres. Accionar que le había permitido mantenerse en el trono por treinta y dos años en una larga, perdurable y relativa paz. Contaba ahora sesenta veranos y aunque no participaba directamente en las conquistas ni en los combates que se libraban en su nombre, era la cabeza principal de todos los movimientos que cualquiera de sus generales llevara adelante en la parte del mundo que fuera. Darío estaba al tanto de todo y se ocupaba de cada uno de los asuntos y los detalles de lo que ocurriera en su propio imperio. Incluso, de sus más retorcidas intrigas.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora