Capítulo 40: El Mirmidón

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"Navegar no es necesario. Vivir lo es"

Plutarco



Isla de Eubea


—Lilah... ¡Mira! —dijo Artemis señalando hacia delante. Su corazón pegó un vuelco de alegría. Sin embargo, sintió al mismo tiempo un miedo auténtico, como si fuera a ocurrir que si Lilah no le hacía caso y no miraba enseguida, la ilusión que tenía delante de sus ojos, a lo lejos, pudiera desaparecer—. ¡Mira!

     Momentos antes, desesperada y perdida en la más profunda oscuridad de unos túneles malditos cargados de humo, Artemis, yaciendo de lado en el suelo, con dificultades para respirar, y con Lilah sobre sus piernas, había creído sentir la presencia de Atenea. En ese sentir, su diosa acudió en su ayuda como solían hacerlo los dioses: de manera confusa e incomprobable y justo cuando no esperaba recibirla. Como si hubiera bajado del Olimpo, Atenea sopló con suavidad sobre una de sus orejas y movió de manera casi imperceptible un pequeño mechón de su cabello que rozó sobre su lóbulo. Artemis sintió el cosquilleo y abrió sus ojos justo en el preciso instante en que el brillo de una figura corpórea desaparecía cerca suyo. Como renovadas de súbito sus energías y su espíritu, Artemis se obligó a incorporarse y sacudió a Lilah por los hombros para sacarla de su trance.

     Solo en su lecho de muerte se atrevió Artemis a contarle a alguien acerca del encuentro divino que estaba convencida que había tenido con su diosa en ese fatídico día en los túneles secretos de una ciudad destruida.

     Ahora, y luego de seguir andando a ciegas otro largo trecho, delante de ellas y mucho más allá en el túnel, la inconfundible claridad de Aurora se insinuaba como su heroína en el más apremiante de los rescates, como enviada a ellas por una diosa superior.

     —La salida... —respondió Lilah.

     Sin mediar más palabras, Artemis y Lilah comenzaron a correr. Y ahora era Lilah quien iba delante.

     —¡La salidaaa! —gritó Artemis eufórica.

     Mientras gritaba cerró los puños de sus manos delante suyo, como si estuviera a punto de iniciar una pelea. Sus ojos comenzaron a identificar formas y hasta pudieron ver el humo moverse por el techo del túnel en su misma dirección, escapándose a lo lejos por la abertura milagrosa. Lilah comenzó a reírse o a llorar, Artemis no supo decirlo. Tal vez fueran las dos. No podía ver su rostro. La pelirroja corría cada vez más rápido y sus rulos cobraron forma distinguiéndose en el aire detrás de su cabeza. Artemis se vio forzada a mover más rápido sus piernas si no quería quedarse atrás, y cuando se quiso dar cuenta también ella lloraba, sin saber bien por qué. Y aunque no tuvo tiempo de pensarlo, para el caso, no importaba. Le sobraban los motivos.

     Contagiada por Lilah, enseguida comenzó a reírse soltando fuertes carcajadas, como si hubiera escuchado la mejor de las bromas en el peor de los momentos. Recorrieron el último trecho del túnel con una mezcla incontrolable de felicidad, tristeza y locura.



Akhela soltó un fuerte bufido cargado de furor. Uno más de tantos. Avanzaba como flotando en el aire, adelantando sus patas delanteras a una velocidad impresionante. Akhela y Artemisia formaban juntas un binomio perfecto. Sudaban con el esfuerzo, tensionando cada uno de sus músculos por igual, como si el desgaste de energía se compartiera equitativamente entre ellas con un pacto previo donde una no podría conseguir nada sin la otra. La magnífica yegua blanca adelantó por varios cuerpos de ventaja al resto de la caballería persa, que parecía más bien correr en pos de ellas que con ellas. Era la primera vez que Artemisia exigía de esa manera a Akhela, llevándola hasta el límite de sus fuerzas y su resistencia cardíaca en una carrera desenfrenada. Sin embargo, en lugar de cansarse y aflojar el ritmo, su yegua lo aumentaba. Artemisia miró hacia atrás girando apenas su cuerpo sobre la montura. Alrededor de quinientos jinetes, todos los que había podido reunir mientras corría por la ciudad en busca de su yegua, le seguían los pasos, levantando a sus espaldas casi toda la arena de la playa a medida que avanzaban. Gracias a que iba al frente, y a que tal vez fuera la única de todos ellos que no tendría en sus ojos la molestia de los granos de arena, Artemisia alcanzó a distinguir a lo lejos un punto negro cerca de la costa, flotando sobre el agua.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora