Capítulo 5: Agafia

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"El alma se tiñe del color de sus pensamientos"

Heráclito



Atenas, 499 a.C.


Agafia se removió incómoda en su cama y abrió los ojos con pereza. Dormía de costado con las rodillas cerca del pecho y una mano bajo su cara mirando hacia la pared. Todavía era temprano, pero la noche y la escasa tregua que llegaba con ella se había terminado. El insoportable calor de la mañana hacía que la piel se le pegara en las mantas a causa del sudor. Giró su cuerpo hacia el otro lado para comprobar lo que ya sabía y suspiró fastidiada: estaba sola. Sin ganas, se incorporó en el borde de la cama apoyando sus pies desnudos sobre el suelo, que todavía se mantenía fresco, y levantó su peplo del piso para vestirse. Se puso de pie y estiró su cuerpo desperezándose, acompañando el movimiento con un sonoro bostezo. Escuchó ruidos cercanos provenientes de la cocina y caminó hasta allí acariciándose el estómago, hambrienta. La noche anterior no había cenado, sentía la boca pastosa, seca y se imaginó que su aliento sería fatal. Su hija la esperaba despierta y sentada en la mesa con algo parecido a un desayuno delante suyo y dividido en partes iguales para las dos. 

     Artemis borró la sonrisa de su rostro al ver la mirada de su madre y escondió las manos debajo de la mesa. La joven de trece años tenía las manos y la cara limpias, lo que enseguida la puso de mal humor. Agafia había perdido la cuenta de la cantidad de veces que le había ordenado que no se lavara antes de irse a mendigar.

     —Hola, mamá —saludó Artemis.

     Agafia suspiró y se acarició la frente cerrando los ojos.

     —Me agotas... Ya no eres una niña, Artemis. ¿Cuántas veces tengo que decirte las cosas? —Miró los platos de madera y volvió la vista hacia ella—. ¿Eso es todo? ¿Nada mejor?

     —Es todo... ya no nos quedan leche ni huevos —admitió. En realidad, hacía varios días que no les quedaba nada de todo eso. Artemis se lo había dicho en reiteradas oportunidades durante las mañanas anteriores—. Ni tampoco...

     —¡Ya entendí! —la cortó. Largó un soplido—. ¡Estoy harta de panduro y queso! —protestó Agafia.

     —El agua es fresca.

     —¡No quiero agua fresca!

     —No tenemos más que esto —justificó Artemis.

     A Agafia le sonó a reproche y miró a su hija de soslayo.

     —¿No has conseguido nada en ágora? —preguntó Agafia. Artemis negó con la cabeza. Agafia corrió de mala gana el plato que tenía en frente hacia adelante y el pan y el queso que estaban en él se desparramaron por la mesa—. Por todos los dioses... A este paso terminaremos mendigando las dos, o peor. —Se acercó a su hija estirando su cuerpo sobre la mesa y la tomó del brazo—. Me resulta extraño que nadie te haya dado un solo óbolo con esa carita limpia y de inocente que tienes.

     —He pedido en todos lados.

     Agafia le soltó el brazo y apoyó los codos sobre la mesa sosteniéndose la cabeza. Comenzaba a sospechar que su hija le hacía todo esto apropósito. Tal vez ni siquiera se había molestado en pedir nada a nadie. Agafia la volvió a mirar: Artemis ya dejaba de ser una niña con cada mañana que pasaba. A paso lento pero seguro, comenzaba a convertirse en una hermosa mujer.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora