Capítulo 13: Paltibaal

27 10 0
                                    


"La libertad no consiste en tener un buen amo, sino en no tenerlo"

Cicerón



Mar Mediterráneo

Otoño de 495 a.C.


Temístocles estaba ubicado en la popa de su navío mercante: el Mirmidón. Llevaba un largo rato disfrutando del sol del mediodía cuando decidió volver a la realidad y ver lo que pasaba cerca suyo en cubierta. Sus hombres cantaban moviendo los brazos hacia un lado y hacia el otro, gastándose bromas entre sí. Paró la oreja y se rio sin disimulo ante las estrofas subidas de tono de sus marineros.

     Su estado de ánimo estaba por las nubes: los resultados de la operación en el Líbano habían sido excelentes y todo se había dado como a él le gustaba: rápido. Luego de muchos años de dedicarse a este trabajo conocía bien la rutina: ver la mercancía, regatear, amagar con irse, volver a regatear, pagar y desaparecer.

     Temístocles exhaló el humo de su pipa de exquisito tabaco sabor vainilla con los ojos cerrados. Relajó los músculos de sus hombros con un movimiento circular y calculó mentalmente los ingresos que le proporcionarían la venta de los productos que había adquirido en el mercado negro: telas bordadas color púrpura, vasijas, armas, y sobre todo, especias; variedad interminable de especias con las que volvería locas a las mujeres más adineradas de Atenas.

     Uno de los marineros se mofó de otro por lo bien que había pasado la noche anterior con su hermana, lo cual no era cierto, y el resto de hombres de cubierta estalló en carcajadas. Temístocles se volvió a permitir sonreír. El día los acompañaba, apacible; sin señales de tormentas en el horizonte. El agua estaba tranquila y el viento de popa inflaba la vela cuadrada de lino sobre el mástil, hinchando su panza y haciendo que el navío avanzara a un velocidad constante y veloz.

     Mientras se preocupaba por mantener su pipa encendida, Temístocles vio acercarse al jefe de los marineros, un hombre llamado Aristo, que fumaba su propia pipa. Saludó a Temístocles y le convidó de su tabaco, pero este rechazó cordialmente el ofrecimiento y siguió con el suyo.

     —Poseidón nos acompaña —señaló Aristo en referencia a la tranquilidad que los rodeaba.

     —Es cierto —concedió Temístocles mirando el azul del mar—. Y también Eolo. Le he prometido una ofrenda cuando lleguemos a Atenas, y estoy dispuesto a duplicársela si se mantienen estas condiciones de tiempo.

     Aristo se acercó a él y habló en voz baja.

     —¿Y qué hay de Poseidón?

     —¿A qué te refieres? Sacrificamos un ternero para él antes de salir.

     —De Atenas...

     —Sí, de Atenas...

     —Pero no al salir del puerto del Líbano.

     —No... —Temístocles sabía de lo supersticiosos que eran los marineros y los hombres de puerto—. No al salir del Líbano. Pero se me ocurre algo que sin lugar a dudas complacerá al dios. Algo diferente, para variar.

     Aristo inclinó su cuerpo hacia adelante soltando el humo de su pipa por la nariz y apretando las nalgas con impaciencia.

     —¿Ves este tabaco? Huélelo —dijo acercando su tabaco a la nariz de su jefe de cubierta.

     Aristo sintió su aroma y sonrió levantando las cejas.

     —Es mejor que el mío —comentó Aristo.

Hoplita: La venganza del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora