CAPÍTULO SESENTA Y DOS

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En la guerra como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca.
~Napoleón Bonaparte.

CAPÍTULO SESENTA Y DOS

KAILANI.

La angustia no me dejaba estar en paz. Para suerte de Svetlana la doctora indicó que podía pararse sin caminar largas distancias, por lo que sentí que era una señal del cielo para que fuera tras Bastian.

No sé si lo que estoy haciendo esté mal, pero se siente como lo correcto. Dejaré a Svetlana en la casa de mamá, la doctora estará con ella hasta que yo regrese. Buscaré a Bastian. Esta lucha no es sólo suya, también es mía, es de los dos.

La pista privada de los Cariecelli está alejada de Los Angeles, por lo que le coloco un suéter a Svetlana y le acomodo el asiento para que esté cómoda, pues es más de una hora de distancia.

—¿Y papi nos está esperando en la casa de la abuela? —la pregunta me hace tensar.

—No, debo ir por él.

—¡Yo te acompaño!

—No, cariño —le digo en un tono calmado —. Iré sola, tienes que descansar.

—¡Pero... !

—Svetlana, por favor.

Me mira con frustración y se cruza de brazos molesta, pero no estoy para sus rabietas, ya que el no saber de su padre me tiene con los nervios de punta. Son pasadas las diez de la noche y no he recibido ni un sólo mensaje suyo.

No quiero ni imaginar como se va a poner cuando nos vea acá, pero somos un matrimonio, está equivocado si cree que lo dejaré sólo en algo que nos corresponde enfrentar juntos, incluso si no estuviéramos casados, pues esa gente nos ha jodido a ambos. Él lo haría por mi. Él no me dejaría sola, y yo tampoco lo haré.

Durante todo el viaje estuve nerviosa con que revisara el rastreador de Svetlana y mandara a cancelar el viaje incluso en pleno vuelo, porque él puede hacer tal cosa. Afortunadamente, ya estamos en tierra americana y ya todo está hecho.

A nuestra hija se le incrustó un microchip en el brazo desde que era una bebé, cada año se le debe cambiar. Yo resulté ser alérgica al material con qué es elaborado, sin embargo Svetlana y Bastian tuvieron una buena reacción ante el dispositivo. Es como si el mundo me dijera de diferentes formas que siempre voy a estar expuesta al peligro.

—¿Puedo comer yogurt? —pregunta la pequeña.

—Si, mi cielo —le sonrío.

Desabrocho el cinturón de seguridad para girarme hacia los asientos traseros y sacar el pedido de mi hija de una de las pequeñas maletas. Cuando tengo todo en la mano, cierro el bolso y mis ojos suben, quedando en dirección al vidrio trasero.

Mi frente se arruga al notar que las otras dos camionetas donde deben seguirnos los escoltas no están. De hecho, no hay ningún auto en la carretera.

Vuelo mi atención al frente y es cuando noto que no es el camino de siempre. He viajado desde la pista Cariecelli hasta Los Angeles un centenar de veces, me conozco el camino de principio a fin, y este definitivamente no lo es.

—¿Donde está la camioneta de Arrioja y la de Chan? —pregunto a mi chófer. Siento que me arrebatan lo que tengo en las manos.

—Hey, esto es mío —reclama la pequeña comenzando a abrir el yogurt.

No le presto atención, dejándola en el chófer que tarda en responder. Veo sus ojos en el retrovisor y la expresión que tiene no me da buena espina. Por inercia tomo la manito de mi hija.

HABACH: El precio de la fama. ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora